José Luis Muñoz (Salamanca, 1951), hombre polifacético, es sobre todo novelista. Como tal, ha sido galardonado con muchos de los más importantes premiosos españoles: el Azorín, Tigre Juan, Café Gijón, Juan Rulfo, Francisco Pavón, Ignacio Aldecoa, Camilo José Cela e Ignacio Aldecoa. Obtuvo el Ciudad de Badajoz con El mal absoluto (Sevilla, Algaida, 2008), cuyo protagonista, Meissner, es un ex miembro de las SS, sección de la Calavera, encargado de seleccionar (trabajos forzados y gratuitos, prostíbulo, experimentos médicos, comandos de apoyo, crematorio…), cuando no de eliminar personalmente a los presos de Auschwitz. Publiqué su reseña en HOY y a mi blog del periódico la subí. También lo hice con otra novela de J. L. Muñoz, mucho más próxima a la que nos ocupa, Ascenso y caída de Humberto da Silva (Barcelona, Ediciones Carena, 2016). Enmarcada en Brasil, su personaje principal es un prometedor futbolista, a la postre “juguete roto” y contiene atractivas dosis de denuncia social (el sórdido submundo de las chabolas); etnología (ritos del candombé, la oxirá, mâe de santo, carnaval, etc., amén de los usos, costumbres y ritos futboleros), junto con reflexiones sobre la condición humana (banalidad de éxito y contundencia del fracaso).
Viajero infatigable (véase su blog La soledad del corredor de fondo) el autor tiene publicadas otras novelas inspirándose en países tan distintos como México, Estados Unidos, Tailandia, Cuba o Venezuela. Si bien es considerado uno de los autores más distinguidos del panorama nacional como cultivador de “novela negra” (dirige la colección La Orilla Negra y el festival Black Mountain Bossost en el Val d´Aran), vuelve con frecuencia a narraciones inspiradas en rutas por diferentes países.
El viaje infinito es como una recopilación literaria de todos los que ha hecho desde su adolescencia (Madrid) hasta fallecer octogenario (Polinesia) Roberto Luis Wilcox, trasunto en buena medida del narrador, si bien enriquecido con lógicas licencias literarias. El nombre puesto a su personaje es sin duda en honor de Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850 – Vailima Upolu, Samoa Occidental, 1894), a quien los samonanos llamarían “Tusitalia” (“El contador de historias”). Su clásico En los mares del Sur es numerosas evocado en el libro, sobre todo a partir de la segundad mitad.
Wilcox, de origen catalán y ascendencia inglesa, parece afectado por el “síndrome wanderlust”, o “dromomanía”, un deseo irrefrenable de conocer nuevos territorios y descubrir otras culturas. Aunque, realmente, lo que más lo motiva son los encuentros amorosos con mujeres, estables (esposa y dos amantes) u ocasionales. Cada uno de los 43 capítulos lleva el nombre de la pensión, hotel, residencia o bungalow donde tuvieron lugar, a través de medio mundo: España (¡Granada!), París, la Cerdaña, San Diego, Los Ángeles, Las Vegas, Tijuana, Nueva Delhi, Agra, Benarés, Hong Kong, Singapur, Yakarta, Bali, Lambasa, … hasta el “Rarotongan Resort” final, en los Mares del Sur, junto al jefe Amanaki y su oronda mujer, Aitutak. Vive allí un último romance, a la Gauguin, con la jovencísima Tapue, que le dará un hijo. Curiosamente, no falta (c.22) la visita a Badajoz, donde acude a dar una conferencia invitado por el concejal de cultura, con el que no simpatiza (“Tiene aspecto de conquistador de antaño: alto, recio, barbado, lo que contrasta con su hablar suave”, pág. 144).
Hábilmente construida con variados recursos expresivos, que van alternándose, desde la narración en tercera persona a los diálogos, el monólogo interior, el relato en primera persona, los envíos epistolares, la novela se distingue sobre todo por sus abundantes apuntes de carácter etnográfico, según los territorios visitados (sobresalientes los de la cultura toraja) y por la total desinhibición a la hora de describir las escenas de sexo explícito. No se olvide que Muñoz obtuvo el premio 12º de La Sonrisa Vertical (Pubis de vello rojo. Barcelona, Tusquets, 1990).
José Luis Muñoz, El viaje infinito. Tres Cantos (Madrid), Bohodón Ediciones, 2010.