Juan Calderón (Alburquerque, 1952) es otro componente de la intensa diáspora que fue despoblando Extremadura (aún prosigue la sangría) para enriquecer con sangre joven tierras más o menos lejanas. En la maleta se llevó paisajes, olores, amistades, heridas, gozos o sombras, recuerdos de infancia y juventud, que a menudo se sublevan en la memoria y le inundan los textos. Son muchos los ya publicados por este creador polifacético, que maneja con la misma soltura pinceles, teclas, tablas o vinilos. Residente en Madrid, entre sus obras literarias cabe recordar los poemarios Camino ancho, paso desolado; Eco de niño para voz de hombre, El destino nos ata y nos desata o Sirenas de pecho herido. Como narrador, sobresalen La noche que murió Paca la Tuerta, Veinte historias amables más un garbanzo negó y El cuento bajo la encina blanca. Bastantes de ellas las hemos reseñado en el periódico HOY.
Sillas invisibles, que prologa Javier Díaz Gil, escritor madrileño, toma título de una alegoría: los asientos de la mente donde reposan las vivencias más profundas. Ya se sabe, el cerebro, como un buen programa de ordenador, no borra; a lo sumo, inhibe, cubre o desplaza los contenidos grabados en sus engramas. Sólo se precisa la voz oportuna, consciente o inconsciente; la “mano de nieve” becqueriana; el despertador que voluntaria o involuntariamente actualiza ese depósito neuronal para volver a revivir sensaciones otrora experimentadas y nunca del todo perdidas.
De estructura cuadrangular, el libro se divide en cuatro partes: “Desde el embarcadero. Mientras llega la barca”, “A los que ya alcanzaron la otra orilla”, “Lugares y maletas” y “Con el dolor a cuestas”.
Jóvenes rotos en algún accidente estúpido, niños de secano, muchachas en flor, mujeres heridas por hambres nunca o mal satisfechas, parejas desencantadas… son los sujetos preferentemente evocados en la parte inicial.
La segunda recuerda a personas queridas que ya pisan otros horizontes: la amable telefonista del pueblo, cantantes, pintores o poetas fallecidos (Cecilia, Mallarmé, Aleixandre, Lola Santiago, Juan Ruiz de Torres, Frida Kahlo, Ramón Casañer) cuyas creaciones marcaron la sensibilidad del autor.
Pasa después a recrear imaginativamente los lugares que más le han conmovido: Alburquerque ( mundo de cal y cielo/donde tengo estuchada mi nacencia); el Valle del Jerte (De luz y verde explota el cerezal/a cada paso una canción de agua); Los Panjalos (Afuera los cerezos en hileras/montan su guardia verde y roja); Galicia (Más allá de los bosques/recita lastimeras letanía/una campana vieja como el mundo); la Alcarria, Cádiz, Guardamar, la Capadocia tura y, naturalmente, Madrid (Esta ciudad, rugido y dientes/me azota con su grito/. Llevo la dentellada del asfalto/desde las sienes hasta la huella).
Por último, el broche, con los poemas quizás más tiernos, como los que dedica a la mujer cuyo bolso roba alguien azotado por la hambruna; niños sin pan (En vuestros vientres secos/hizo su madriguera/el hambre con su séquito de espadas) o el desamparo de millones de personas en el África reseca.
Juan Calderón dista mucho de ser un revolucionario encendido, un insurrecto social o un populista demagogo. Pero sabe lo cómo sufren los más débiles y, aunque su temperamento artístico lo induzca más bien a los planteamientos, no puede menos de solidarizarse con quienes la suerte les fue esquiva y denunciar a los posibles culpables. Lo hace sin levantar mucho la voz, pero dejándose oír, porque también él tiene gotas de sangre jacobina (A. Machado).
Por lo demás, resultará evidente que con cada entrega va depurando más sus versos, blancos y libres, dotándoles de notable intensidad, desnudez y carga metafórica, sin permitirse decaimientos o facilidades empobrecedoras. “Se puede salvar el mundo, escribe el prologuista, escribiendo un poema, si el poema es capaz de conmover e implicar al lector”. Son muchos con esa virtud los aquí ofrecidos.
Juan Calderón Matador, Sillas invisibles. Madrid, Los libros del Mississippi, 2020.