Las mentes pensantes decidieron que ya era hora de ponerse a ello. Extrajeron de sus reuniones programadas para no interferir en otros asuntos terrenales, conclusiones meditadísimas que no eran fruto, aseguraron, ni del azar ni de decisiones arbitrarias o tomadas a la ligera. El asunto era muy serio, de extrema gravedad incluso, y habían recurrido a todas los expertos posibles en las materias relacionadas o tangenciales. Se exigieron, por tanto, un sobreesfuerzo que, sabían, daría sus frutos, aunque no inmediatamente. Fieles a su determinación inicial, se pusieron manos a la obra y como con las manos eran más bien torpones, le pidieron a una cuadrilla de albañiles que hicieran la tarea bajo la atenta mirada de un supervisor que ellos mismos designaron tras tensas deliberaciones que acabaron en una votación a mano alzada, y no pocas abstenciones.
Aunque la réplica del terremoto fue de una intensidad ligeramente inferior a la calculada por los sismógrafos provenientes de Kentucky, el Cristo, pese a todo, se volvió a desprender de la cruz.