El niño había perdido toda esperanza de encontrar el camino de vuelta. Su madre le había advertido, mientras tendía la ropa en el patio, que se perdería. Claro que el niño esto no lo escuchó. Estaba más pendiente de encontrarse a sí mismo que de perderse. Si el niño hubiera tomado aquel estrecho sendero, habría visto las luces y a sus hermanos dándose tortazos antes de cenar. La noche apenas había llegado y el niño ya estaba perdido. Se había desorientado cerca del pozo, que no era más que una mancha negra, más negra, incluso, que la noche. Frío no tenía el niño, pero hambre sí. El niño miró a la luna. Parecía de tela y, si no fuera porque estaba muy alta, la habría tocado con su manita. No quería llorar el niño porque temía que lo oyese algún monstruo, aunque siempre le decía la madre que los monstruos solo existen en los cuentos, pero el niño había visto alguna vez de lo mucho que eran capaces los mayores y algunos niños. Cerca del pozo estaba la casa, recordaba el niño. Tendría que encontrar el camino solo. Pensó si le oiría antes mamá que el monstruo y no quiso arriesgarse. Su madre le había dicho por la mañana que estaba hecho todo un hombrecito.
El niño miró el fondo negro del pozo. Se podía oír el murmullo del agua subterránea.
Sintió que alguien venía.
Si cerraba los ojos estaría más oscuro que la noche, así que el niño los abrió.
Una sombra se acercaba.
―Venga, niño tonto, vamos a casa —dijo el hermano.
El niño se echó a llorar entonces, mientras se alejaba del pozo negro.
―No le digas a mamá que lloré ahora que soy un hombre—dijo el niño.
El hermano no le respondió y el niño recibió agradecido el coscorrón que le daba.