El niño mete la mano donde no debe y pierde la mano. Mientras corre horrorizado, mirándose el muñón ensangrentado, tropieza con la mano de otro niño, una mano de un tamaño muy similar a la suya, aunque lo que no sabe es que la mano no era de un niño sino de una niña seis meses mayor que él y que, como él, metió la mano donde no debía.
En el recreo al niño le dicen manco y el niño no se molesta por lo obvio. Le falta una mano. Es manco. Su existencia transcurre entre imbecilidades de este calado. Sin embargo, la niña manca, que vive en otra ciudad y repite curso en la misma escuela, esconde el muñón en cuanto puede y le molesta mucho que le digan manca, aunque sea obvio que lo es. Ha leído en el libro de ciencias naturales que a las lagartijas les crece de nuevo la cola y espera que su mano crezca algún día. Que de algún modo brote y se empiecen a ver los deditos, uno a uno, y que, ya puestos a soñar, un caballero andante de la corte del Rey Arturo rebane las cabezas de todos los niños tontos y las niñas malas que se burlan de ella, y disfruta, qué duda cabe, con esta imagen, mientras con los dedos de la mano buena se rasca lo que sería el dorso de la mano si tuviera mano, la misma mano con la que tropezó el niño, e imagina que da un revés que ya quisiera el Pete Sampras ese.