Era de noche y estábamos esperando a que la abuela hiciese lo que tenía que hacer, pero la mujer no terminaba de hacerlo. Nos impacientábamos, nos desesperábamos porque la abuela no acababa. A Germán le dio por sacar la baraja y ponerse a ello. Los demás le mirábamos hacer el solitario mientras esperábamos a que la abuela acabase lo que estaba haciendo. Rubén me preguntó si tardaría mucho la abuela y yo me encogí de hombros. Espera, le dije. No le hablé de la paciencia de madre ni de los desvelos de padre porque supuse que la abuela terminaría pronto. Que los limones estaban fuera y que la abuela tardaba era lo único seguro. Supuse que llevaría su tiempo adentrarse en la zona oscura, aunque no quería saberlo y probablemente Germán ya estaría guardando la baraja. A Rubén no le digo nada más porque a la abuela se la adivina por la ventana y con eso se conforma. Todas las luces estaban apagadas fuera y en la oscuridad parecía haber más frío y la lluvia golpeaba mansamente sobre las baldosas, limpiando la arena de las macetas y la mierda de algún chucho. La abuela no acababa y la paciencia era la que era. Le ayudo a Germán con los vasos para ir adelantando cuando la abuela entra con la cesta repleta de limones y nos dice que empecemos a espachurrarlos. Excepto Rubén, todos vamos llenando los vasos. La limonada está asquerosa, aunque nos la bebemos de todas formas. Tampoco había sido para tanto la espera, pero me cuido de no decirlo en voz alta, y veo que la abuela ya está adentrándose otra vez en la zona oscura.