El hombre que hace puzzles se enfrenta a su reto más complejo. Tiene que desmontarse y volverse a armar él mismo, aunque no sabe si comenzar por los bordes, como tiene por costumbre, o por las partes que mejor conoce de su anatomía. El hombre que hace puzzles sabe que es su madre quien mejor le conoce. Y es que al hombre que hace puzzles lo de “conócete a ti mismo” nunca le ha importado gran cosa. La razón principal por la que el hombre que hace puzzles hace puzzles cada vez más complicados es para evitar pensar en sí mismo. Concentrado en las piezas, puede amortiguar los ruidos del mundo, el afilador con su flauta, los autobuses urbanos, las personas. Al hombre que hace puzzles le basta para ser feliz con abrir la caja de un nuevo puzzle y ponerse a juntar piezas. Sin embargo, pensarse como un puzzle lo desconcierta en grado superlativo y teme colocar los pies donde iría la cadera o poner la cabeza bajo el sobaco. Además, el hombre que hace puzzles lleva años sin hablar con su madre porque a ella no le gusta esta afición enfermiza del hijo. Pero ahora que el hombre que hace puzzles ya no es precisamente un niño, la madre y el hijo van a coincidir en el rellano, como todas las mañanas desde hace cincuenta y dos años, y el hombre que hace puzzles va a dar el primer paso. Pedirle consejo a su madre, pedirle ayuda ahora que se enfrenta al más difícil todavía. La madre deja las bolsas del mercado con cuidado para no cascar la docena de huevos clase A y le da un bofetón. Luego agarra de nuevo las bolsas del mercado, entra en su pisito y da un portazo. El hombre que hace puzzles, pendiente de sí mismo hasta el último momento, va a coger del bolsillo su llave cuando se le desprende una mano, luego un pie, la oreja, un pedazo de cadera, los ojos. No se inquieta, el hombre que hace puzzles sabe que madre no hay más que una. La madre no se ha atrevido después de tantos años a decirle que es adoptado.