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Diego Algaba Mansilla

MIGAS CANAS

BABEL

OPINIÓN

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EL Español, como consecuencia de su proceso de expansión histórica, lo hablan casi 380 millones de personas en todo el mundo, siendo la lengua oficial de 22 países. El Español, lengua común, hace que no nos sintamos extranjeros en más de medio mundo, al poder entendernos con nuestros semejantes y leer con la misma facilidad a García Márquez y a Vargas Llosa que a Cervantes o a Cela. El Español de España se quiere acotar, ponerle límites, desplazarlo a un segundo lugar en aquellas comunidades que comparten idioma oficial. El lugar elegido para fraccionar la lengua ha sido el órgano del sistema político español que representa a todo el territorio: el Senado. Todos hemos oído hablar de la Cámara Alta, pero ¿conocemos cual es su función? ¿Su organización? ¿ Sus competencias? O solo lo conocen los propios senadores y los que alguna vez han estudiado oposiciones al Estado. El Senado sale poco en los telediarios y en los periódicos, y quizás sea lo más innecesario dentro del sistema político actual, ya que está solapado por el Congreso. Muchos piensan que el Senado es como un privilegiado club que reúne a políticos de distintas localidades y partidos para discutir sobre la actualidad nacional e internacional con poca o nula repercusión, ni consecuencias para el país. Cuando se habla de los senadores hay ciudadanos que dicen que son esos señores que viven en provincias y que, de vez en cuando, se ponen sus trajes para viajar en Ave o Avión a Madrid y reunirse en un palacio, junto a los jardines de Sabatini, para debatir acaloradamente y luego regresan a sus casas para seguir viviendo sus cotidianidades. No son conocidos. Si se hiciese una encuesta en la calle preguntando si se sabe el nombre de algún senador, seguro que pocos podrían responder. Sin embargo, se han puesto de actualidad. Se escriben numerosos artículos en periódicos; los columnistas afinan sus plumas indignados y no solo porque cada senador valenciano, catalán, vasco o gallego haya comenzado a hablar en su lengua y los senadores necesiten de los servicios de traductores para entenderse, a pesar de que conocen y utilizan el mismo idioma. El ciudadano esta indignado por la alegría con que se gastan los dineros públicos, los que sacan del pellejo de los pocos que trabajan, incluso de los que no lo hacen. No se puede ser mas inoportuno, en la etapa de más recortes económicos de la historia de la democracia, nunca antes habían rebajado nóminas, ni se veía tanta escasez en la calle ni en las oficinas, donde se cuentan hasta las grapas y los folios. En una etapa de austeridad absoluta, el Senado gasta 12.000 euros por sesión, dos millones de pesetas, más de 50 millones al año en pinganillos y traductores. Por muchos que expliquen a los ciudadanos y justifiquen esta decisión con el argumento de la cultura de las lenguas históricas, aquellos que se agarran con fuerza a los últimos resortes antes de caer en la exclusión social por culpa del paro, o aquellos treintañeros que han estudiado dos carreras, y no sé cuántos másteres y solo han tenido un trabajo de camarero en Navidad no van a entender una decisión que solo origina rechazo e indignación y construye en la sociedad una idea de cosa inútil e innecesaria. No es el momento de pinganillos ni de traductores. La cultura es algo muy importante, pero también lo es poder comer y la dignidad y el orgullo y que el ciudadano se sienta protegido por su Gobierno y por sus legisladores y no tener sensación de abandonado. Ni vivir una bipolaridad de mundos diferentes; uno visto desde la irrealidad de la cima y otro desde la mas cruda realidad del suelo.

Ahora que entramos en la fiesta de las campañas electorales, la preocupación mayor para los políticos es el paro, el pueblo, la gente sencilla, una preocupación que le quita el sueño a políticos durante los días de

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