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Diego Algaba Mansilla

MIGAS CANAS

LA MUJER DEL CANDELABRO

Aquel domingo me había quedado en la cama remoloneando. La habitación estaba en penumbra. Encendí la vela. La llama blanca iluminó tenuamente las sombras dándole un aspecto íntimo a las paredes recién pintadas. El fuego de la vela bailaba al ritmo de la leve brisa que entraba por los huecos de la persiana: sinuosa,coqueta, sensual como una mujer recién levantada vestida solo con la camisa a cuadros de su pareja.

Ella dejó encima de la mesilla aquel candelabro que quedó allí para siempre como símbolo de su ausencia, de su adiós definitivo.

Compré el candelabro que envolví en papel de regalo pensando que le gustaría. Sin embargo, cuando lo vio, casi me lo tiró a la cabeza. Pensó que era una broma, decía que como me había atrevido a comprar semejante mamarachada en el día de su cumpleaños. La decepción fue tan grande que yo creo que ese también fue uno de los motivos para que cuando cerró la puerta de un portazo nunca más volviera a abrirla.

Ahora no sé donde está, ni que habrá sido de ella. Probablemente no se acuerde de mi y menos imaginar que cada mañana, cuando veo el candelabro que nunca quiso llevarse, me acuerde de su pelo negro y rizado; de su sonrisa enigmática; de su cuerpo femenino y fibroso moldeado por las pedaladas en el gimnasio.

Algunas de aquellas mañanas de sábado y domingo en los que no madrugaba, ese momento mágico de encender la vela donde mi cuarto volvía a llenarse de vida con la luz suave de la llama, en ese instante, algunas veces, aparecía su imagen flotando en el lugar oscuro del olvido más íntimo. Ese hueco delicado del interior donde duelen más sacar las cosas. Cuando la llama adquiría su máximo volumen iluminaba mi habitación con el más sabroso de los recuerdos y volvía a tenerla entre mis brazos igual que lo hacía en aquellos locos días de vinos, rosas y sábanas revueltas.

Quizás ya no fuese como la imaginaba aunque su figura emergía como un iceberg entre las aguas heladas de mi habitación llenándola de su cálido espíritu , impregnando mi ánimo con su presencia. En aquellos días que me atacaba la melancolía de un pasado cada vez más remoto percibía su olor, la suavidad de su piel, su mirada enigmática, la calidez de su voz como un susurro hablándome al oído. Todo eso estaba dentro de aquel candelabro de plata que un día estuvo a punto de incrustarme en mi cabeza.

Miraba el candelabro como si fuera un presagio, era mi destino. Aunque no lo sabía, yo había nacido para estar solo.

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