Nunca subió a un avión aunque le hubiera gustado conocer otros mundos, otras tierras, sobre todo Sudamérica. Le gustaba la nobleza de los bolivianos que conoció cuando trabajó de albañil en Gerona. Aunque nunca lo dijo, era un tipo inexpresivo para el amor, se ponía inquieto cada vez que se cruzaba con Rosario, la boliviana que cuidaba a la señora María, la madre del maestro. Nunca se le conoció novia, ni tuvo casa propia, ni coche. Aunque después de la biopsia se compró el Ibiza de segunda mano.
De la legión conservaba un acompasado braceo al andar, unas letras ilegibles tatuadas en el pecho y una cicatriz en la cara, junto a la boca. Algunos decían que se la habían hecho en una pelea callejera, aunque lo cierto es que fue provocado por una caída encima de una botella una noche que iba borracho. Nunca nadie se atrevió a dudar sobre el navajazo en la cara, que a fuerza de repetirlo se convirtió en real.
Una poblada barba, la cicatriz, su 1,90 y la anchura de hombros infundía temor. Aunque tenía barriga todavía conservaba el cuerpo fuerte y robusto que le había dado la genética y el trabajo duro de los andamios. No se le conocía familia, nadie sabia quienes eran sus padres o si tenía hermanos. Un día llegó al pueblo y se quedó para siempre.
Todos los días aparcaba en el mismo sitio y a la misma hora. Dejó de entrar en el bar del Pecas, desde que le hicieran las pruebas en el Hospital, tampoco volvió a probar ni una gota, solo bebía agua. Cada tarde salía al campo. Al anochecer se metía en casa, algunos decían que le había dado por leer libros de política. Siempre fue comunista y a pesar de las decepciones lo seguía siendo.
Desde hace una semana nadie lo ha visto. El coche está en el mismo sitio y parece que no ha abierto ni cerrado la puerta. En el bar del Pecas todos lo piensan aunque no quieren decirlo. Nadie quiere entrar para enfrentarse al terrible olor de la muerte.
Su muerte esconde tantas incógnitas como su vida.