El bello invierno pasa cada año con lentitud, sin prisas, y su aliento frío nos obliga a permanecer a resguardo, buscando el calor del hogar. La luz va aumentando poco a poco cada día, pero todo sigue aún adormecido, entumecido, húmedo, esperando lo que ha de venir.
El bello invierno es gris de nube, de corteza de árbol, de ramas desnudas. Gris de grulla.
Es azul de cielo sin nubes, de días soleados, de frío sol de invierno.
Blanco de helada en la amanecida, de niebla, de nieve, de flor de almendro.
Verde de hierba, que ve aún de lejos el tiempo de agostarse.
Amarillo de flores de invierno. Como las caléndulas silvestres (Calendula arvensis); y las rúculas que colonizan pastizales enteros, Diplotaxis es su género que antes fue Sysimbrium (esto me lo cuenta Juan Ramos que sabe mucho de botánica).
Rosadas, acercándose al lila, son las flores del alfilerillo de pastor (Erodium sp.) que quieren, también en invierno, abrirse al sol de los días luminosos.
El bello invierno es el territorio de los que han decidido comenzar sus amores a pesar del frío, así el búho real, los mirlos. También los verdecillos son tempraneros en el cortejo y son los primeros en emitir su trino chirriante sobre la rama más alta de un árbol.
Los primeros con permiso de los mirlos, que se escuchan antes del amanecer sobre las cornisas. Pronto harán su nido, saldrán volando a ras de suelo cerca de los arbustos donde lo han construido, y se quedarán muy cerca vigilando el paso de los viandantes.
Antes de que acabe el invierno el álamo desplegará sus amentos y habrán partido las grullas en un viaje de miles de kilómetros.
El bello invierno, antes de irse, deja los lirios negros florecidos.
Y mudo el embalse.
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