Las llamábamos así, azulinas, por el color azul del anverso de sus alas.
Íbamos tras ellas para atrapar alguna, ahora pienso que no era el mejor de los juegos, pero de niños no nos dábamos cuenta y solo queríamos tener entre las manos ese azul cielo que tanto nos gustaba.
Otras veces las observábamos tumbados en el césped, posadas sobre las flores de los tréboles que crecían en rodales. Luego nos distraíamos buscando un trébol de cuatro hojas, ¡y lo encontrábamos!
Por aquel entonces, yo aún no era consciente de que todos los seres vivos tienen su función y que forman parte de un equilibrio que solo el ser humano se empeña en romper.
Que las mariposas en la mano dejan de volar para siempre, que pierden esa capa mágica que se te queda entre los dedos cuando las tocas y ya no vuelven a ser del aire.
Porque cuando era niña casi nada me preocupaba.
Por ejemplo, me picaba una avispa, echaba un poco de barro sobre la picadura y me olvidaba.
O me pasaba la tarde con los amigos cazando saltamontes. Mi padre me daba una peseta por cada uno, yo me podía comprar un polo de limón y él se los echaba a los perdigones que tenía enjaulados. Y era así, no le daba más vueltas a lo que hacía, disfrutaba con el frescor del polo y también pensando en el festín que se darían los perdigones.
Todas las mariposas me parecían iguales, excepto las blancas que, cuando pasaban cerca, contaba hasta diez sin perderlas de vista mientras pedía un deseo.
Hasta que un día me fijé en el dibujo de sus alas y me quedé fascinada por la belleza de un ser tan pequeño y leve.
Las que decíamos azulinas son en realidad ícaros o celinas, también niñas celestes, del género Polyommatus, siendo P. celina/icarus la especie que he visto con mayor frecuencia.
A menudo entre las diminutas flores blancas de los cenizos del huerto o sobre la grama. Aunque tienen preferencia por las leguminosas, y por eso rondan los géneros Lotus, Medicago, Vicia, Pisum… y los Trifolium o tréboles, buscando quizás alguno de cuatro hojas que les traiga buena suerte.
Se me va la vista sin querer a estas pequeñas mariposas.
No solo porque me llevan a los veranos de mi niñez, en los que me pasaba todo el día jugando, corriendo, nadando, riendo.
También porque se quedaron conmigo para siempre, las azulinas.