La sinuosa trayectoria personal del capitán del Costa Concordia, Francesco Schettino, durante las horas claves del naufragio de la nave ha resucitado entre la opinión pública el viejo tema del cobarde y del héroe. Haría falta un milagro, una revelación inimaginable sin embargo para que la imagen del capitán de ese crucero no sea el verdadero rostro de la ignominia, o como le han bautizado ya sus compatriotas, el ‘capitán cobarde’. La capacidad transgresora de Schettino no se limita a la esfera moral. Como si en él se produjera una concentración desmedida de defectos humanos, ahora se nos presenta además de cobarde, vanidoso, frívolo, falso, falto de iniciativa, pusilánime… Un ser que resumiría todos los caracteres negativos de los personajes de Shakespeare o de la mitología clásica. Diríamos que metafísicamente incompatible con la esencia de los héroes. Recuerda Julio Camba en un delicioso artículo titulado ‘Sobre el heroísmo insuperable’ la historia que un tal señor Morrison contó en la Cámara de los Comunes defendiendo una proposición para abolir la pena de muerte por cobardía en tiempo de guerra. En resumen, se trataba de un sargento inglés y cuatro soldados que tras días de privaciones y muy alejados de su ejército deciden avanzar hacia las líneas enemigas y rendirse. En el camino se encuentran a cuatro soldados alemanes con un suboficial. Los ingleses levantan las manos en señal de rendición y ven sorprendidos que los alemanes hacen lo mismo, es decir, también querían rendirse. Ya en un solo grupo se juegan a cara o cruz a cuál de los dos ejércitos se rinden. «La cara era el ejército británico y la cruz el alemán, y, como ganó la cara, el sargento inglés en vez de entregarle cuatro ingleses a los alemanes, les entregó cuatro alemanes a los ingleses, hecho que fue considerado heroico y que le valió una condecoración». Al tal Morrison y al propio Camba le servía la anécdota de esos soldados para subrayar la delgada línea que separa a veces los actos de heroísmo y de cobardía en una guerra. No son equiparables el escenario de una guerra de trincheras y el cataclismo increíble de un crucero que naufraga con más de 4.000 personas a bordo. Pero el mapa espiritual, el ‘programa’ moral’ de quienes las circunstancias convierten en protagonistas son idénticos o apenas varían. El comportamiento del capitán Francesco Schettino podría haber quedado enmascarado, reducido a puro reproche ‘profesional’ si no se hubiera materializado frente a él la figura y el comportamiento de Gregorio de Falco, el oficial de la capitanía que le conminó enérgicamente a que regresara al barco y cumpliera con su deber. Francisco Schettino quizás creía en lo más íntimo que el Costa Concordia había naufragado al chocar contra un escollo de la isla del Giglio, y es probable que así fuera. Pero él no naufragó por la grandísima vía de agua en el buque, sucumbió en ese preciso instante –¿una décima de segundo, una eternidad para él?– en que presa del pánico se escabulló ante las responsabilidades de su puesto y decidió sacar la bandera blanca ante la vida. Aunque sea una vida que le va a pesar, seguramente, más que la muerte.