Alonso Guerrero (Mérida, 1962) mostró desde los inicios de su carrera
literaria gusto por los campos de la ficción. Baste recordar títulos
como Tricotomías (198s, Premio Felipe Trigo), Los años imaginarios
(1987, Premio Navarra), Lo ladrones de libros (1991) o El edén de los
autómatas (2004). Esa facilidad para introducirse en mundos
imaginarios la combina con un fino análisis de los fenómenos sociales
cotidianos, sin descuidar nunca los apuntes metaliteriarios
(especialmente relevantes en La muerte y su antídoto (2004),
consideraciones sobre la condición humana , así como el recurso
permanente a guiños culturales múltiples (literatura, comic, música,
cine, artes plásticas), que en ocasiones resultan abrumadores. Todo
ello tratado con una indefectible voluntad de estilo.
Son los ingredientes básicos con los que se construye Un patio sobre
la nada, novela de ciencia ficción, cuyos protagonistas se mueven
entre Madrid y el planeta Marte (siete días de viaje) en los albores
del siglo XXIII. Por entonces, según el escritor lo imagina, el mundo
se conduce por unos parámetros bien distintos de los actuales, aunque
no por ello menos deprimentes. Sin duda, el fenómeno que condiciona
todo lo demás es la victoria médica sobre las causas del
fallecimiento: Ya sólo se mueren los pobres. Cuantos pueden pagarse
un buen seguro médico, aunque dejen de vivir momentáneamente por
razones naturales o inducidas, son recuperados una y otra vez en
virtud de pócimas tan caras como eficaces.
Esto conduce a una aburrida gerontocracia, que impide el ascenso de
las nuevas generaciones. Quintanar es el prototipo de los vejestorios
tricentenarios, tan hábil para manejar a su favor los formidables
recursos técnicos (viajes interestelares, clonación de sus propias
hijas, realidad virtual, antioxidación celular, etc.), como carente de
escrúpulos. Inmensamente rico, sólo le preocupa engrosar su santuario,
un museo donde recoger las escasas reliquias de épocas pasadas
(libros, carteles, discos de vinilo, películas, encendedores,
antiguos vocablos) . Ningunas tan atractivas como la pistola que Julie
Christie dispara en El doctor Zhivago o la del asesino de John Lennon.
Sólo puede competir con él el dueño de Ficción, también conocido como
mr. Google o el Jefe de Correos, quien domina esa “nube informática” a
la que resulta casi imposible abstraerse.
Contra tantos vejestorios actúan los “narcisistas” y, más aún, “los
albaceas”, por razones puramente egoístas. A ese grupo pertenece el
otro personaje principal de la novela, el “joven” casi cincuentón
Laguardia (o, más bien, Chapman), un sicario que va narrando en
primera persona increíbles aventuras. Paradigma del cachorro educado
en las últimas tecnologías, amoral y escéptico (aunque tuvo un padre
distinto), irán transformándose paulatinamente, hasta sufrir una
metamorfosis humanizadora, inexplicable para los ingenieros del
comportamiento, en virtud del contacto con algunas de sus víctimas y
del amor a Sonja (una de las cinco clonadas que llevan ese nombre).
Así se llamaba la hija de Honecker, el líder comunista de la RDA,
perfecto representante de un mundo ya desaparecido (bye, bye, Lenin)
y cuya inexplicable aparición, rescatado de un tanque criogénico,
concluye la obra.
¿Por qué el ser y no más bien la nada?, se preguntaba el siempre
sospechoso Heidegger. A un palco sobre la nada (fin de la naturaleza y
de la historia) nos conduce el novelista, quien, tras angustiarnos,
todavía nos permite soñar algunos escapes.
Alonso Guerrero, Un palco sobre la nada. Mérida, De la luna libros, 2012.