Jesús Carrasco, natural de Badajoz (1972) y residente en Sevilla desde el año 2005, produjo una auténtica conmoción literaria con su primera obra, Intemperie (2013). Vertida a una larga veintena de idiomas, la novela obtuvo rápido los mayores reconocimientos de lectores, críticos y estudiosos. Elegida como Libro del Año 2013 por El País y La Vanguardia; seleccionada por The Independent como uno de los mejores libros traducidos el 2014 en Inglaterra; Premio Libor del Año otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid; Premio Cultura, Arte y Literatura de la Fundación de Estudios Rurales, el English PEN Award y el Prix Ulysses a la Mejor Primera Novela, quedó finalista en otros muchos, españoles y extranjeros (entre otros, el Dulce Chacón). Impresionaban la pulcritud de su prosa y el retrato ucrónico de ese mundo rural en trance de desaparición, con un protagonista que a mí me gusta contraponer al Alfanhuí de Sánchez Ferlosio, también ubicado en el terruño extremeño.
Más ambiciosa y compleja, también menos afortunada, nos ha pareció La tierra que pisamos. Aunque mantiene la calidad de estilo tan destacable en Intemperie, ni la estructura del discurso, ni el retrato de los personajes llegan a convencer plenamente. Enmarcada de modo explícito en el entorno de la Tierra de Barros (abundan los topónimos: Zafra, Santa Marta, Feria, Burguillos…), la narración transporta a un tiempo indefinible, acaso principios del XX. Entonces, Extremadura sería zona periférica de un Imperio (Reich) centro o norteeuropeo, cuya economía se nutre de la explotación de mano de obra esclavizada en ominosos campos concentracionarios (descritos aquí a imagen de los “Lagers” alemanes o el gulag soviético). Sometida al fin la zona por el ejército imperial, allí se implantan las fuerzas de ocupación, que la explotarán brutalmente, conduciendo en transportes horrorosos hasta los fríos bosques norteños a los trabajadores indígenas (entre ellos Leva, figura clave de la obra). Según hiciese Augusto con sus tropas eméritas, los también crueles y ya amortizados guerreros del Kaiser reciben colonias, que les cultivarán jornaleros locales.
Tal es el caso del feroz y ya inválido Iosif Holman, cuya mujer, la obra gran figura de la novela, irá refiriendo en primera persona las vicisitudes del relato. Ocasionalmente, el autor se permite conducir a los lectores a lugares como la plaza de toro de Badajoz (donde su propio abuelo fue asesinado por las fuerzas franquistas). Van a establecerse sorprendentes vínculos entre la poderosa dama forastera y el viejo campesino, vuelto a la tierra tras increíbles aventuras en un campo de concentración (lo salva, como al Pianista, el teniente Boom, un guardián misericordioso). La voz de la conciencia y la de la tierra que pisan, representadas por uno y otra, irán erigiéndose en los fundamentos simbólicos del libro. Ambas, con la desnudez, precisión y hermosas resonancias ancestrales que distinguen a Jesús Carrasco. Tal vez no resulten tan bien definidas como cabe exigir, pero, si en ocasiones confusos, no dejan de encogernos el corazón.
Licenciado en INEF, ha trabajado como publicista hasta poder dedicarse plenamente la literatura. (Para escribir esta novela ha contado con el apoyo de la Nederlands Letterenfons-Dutch Fundation for Literature). Pero, aunque inmerso desde hace lustros en un ambiente urbanita, la memoria del autor sigue impregnada de los paisajes, olores, tipos, flora (¡cuán presente la encina en estas páginas!), usos, costumbres, creencias, historias y palabras con que se troqueló en los primeros tiempos. Ahí encuentra un acervo impagable, manejado con enorme sabiduría, respeto y ternura, sin el menor tono localista, lo que produce que sus escritos resulten tan extremeños como universales.
Jesús Carrasco, La tierra que pisamos. Barcelona, Seix-Barral, 2016