Según la metáfora política, quien no acepta ‘sentarse a la mesa’ con otros que tienen intereses distintos, o, después de ‘sentado’, se va porque considera que no hay posibilidad de llegar a acuerdos, es un disidente. La imagen de la disidenciase produce cuando, estando ya sentados, e iniciadas las conversaciones, alguien se levanta y se ausenta.
Esta palabra proviene del prefijo ‘dis-’ (transforma el significado de la palabra a que se une en su opuesta, como dis-continuo), y el indoeuropeo ‘sed-’ (sentarse), de donde deriva el verbo latino ‘sédeo’ (estar sentado), el cual se compone principalmente del verbo ‘sum’ (ser, estar), del que provienen sedente, sedimento, asedio (‘obsidium’: acción de colocarse en frente), obsesión (situarse fijamente hacia algo), presidir (sentarse el primero), residir (estar por mucho tiempo en un lugar), silla… y disidente (que deja de estar sentado).
Por consiguiente, cuando alguien discrepa de la norma, las creencias o la conducta de un determinado grupo social, y no se ‘conforma’ ni acepta las decisiones tomadas por la mayoría, se aparta del lugar de reunión y se convierte en disidente.
La norma democrática debería exigir que el disidente de un grupo político (partido) abandonara, transitoriamente, la práctica política, dado que, al menos en un sistema de listas cerradas, todos son elegidos en función de la ideología que representa el grupo. Cada componente puede ‘disentir’, y debe dialogar para convencer a sus compañeros de la bondad de sus ideas, pero no es lógico que pueda aprovechar unas elecciones ‘generales’ para situarse por su cuenta en ‘otro’ lugar del parlamento, llegando incluso a votar en contra del partido por el fue elegido, como si fuera el único que comprende las cosas. Mientras no se produzcan nuevas elecciones, puede seguir haciendo política por otros medios, y, por supuesto, tiene libertad para fundar otro partido o pasarse al que quiera de los ya existentes, en comicios sucesivos.
En cambio, en regímenes autoritarios, la disidencia puede llegar a convertirse en un deber ético, si dentro de dicho régimen se conculcan claramente los valores humanos.
En democracia (leyes aprobadas reglamentariamente), y en demofratsia (valores éticos universalmente convenidos), una persona o un grupo minoritario pueden discrepar, pero no decidir, al menos cuando de su decisión se siguen consecuencias no deseadas por la mayoría afectada.
El término ‘discrepar’ deriva de la raíz ‘ker-’(sonidos de pájaros) e indica, por consiguiente, que se emiten ‘sonidos diferentes’, es decir, que se exponen opiniones antitéticas entre sí, pero con la finalidad de conformar procesos dialécticos que permiten alcanzar acuerdos nuevos, convenidos por la mayoría reglamentaria.
Pero cuando no se logra el consenso, cada uno puede mantener sus pareceres o los dictados de su conciencia sólo en las decisiones que afectan al ámbito de su vida privada. Puede continuar intentando informar a los demás de las bondades de sus posiciones hasta convencerlos, pero no puede imponerlas a la mayoría, ni mediante el engaño, ni a través de la amenaza, el temor o la violencia, aunque tenga estos instrumentos a su alcance.
Lo dicho hasta aquí implica que no todo disidente es un caprichoso, porque puede suceder que, en ciertos casos, se acuerden acciones ilegales o antiéticas, y, entonces, será necesario abandonar el grupo (disidir), al comprobar que no hay posibilidad de alcanzar cambios en las posiciones consideradas científicamente erróneas, legalmente delictivas o éticamente inaceptables.
Los autoritarios y dogmáticos no admiten, por definición, opiniones contrarias. Por eso, una persona razonable, y por tanto abierta a otras ‘verdades’ y otras ‘posiciones’ (tesis), siempre tendrá que abandonar ese tipo de asociaciones, al estar prohibido el disenso. En la Iglesia Católica, por ejemplo, dado que el mensaje divino es inamovible, y está perfectamente definido quién lo interpreta, ningún fiel creyente lo puede criticar, si quiere mantenerse con opciones de salvación. Por eso Hans Küng, el teólogo compañero de Benedicto XVI, fue apartado de su cátedra por negar, por ejemplo, el dogma de la infalibilidad del papa, definido por Pío IX en el 1870 (antes no se sabía que era infalible). En cambio, Saramago, al saber que su salvación no dependía de ‘cosas’ así, proclamó el ‘derecho a la herejía’, es decir, a poder pensar libremente, ya que precisamente el término griego ‘áiresis’ (herejía) significa elección, conquista, libertad. Es verdad que en políticas dictatoriales no se amenaza con el infierno, pero se le puede dar fácilmente al disidente la oportunidad de visitarlo (si existe), porque su inventor dijo que era para después de la muerte, y los dictadores suelen ser muy aficionados a ella para sus adversarios.
Siendo así las cosas, parece claro que se debe luchar por actuar mediante convenio y nunca al dictado, y sólo puede alguien defender lo ‘suyo’ cuando no excluye lo ‘nuestro’, lo general, lo de todos, lo representado por los valores humanos básicos (salud, libertad, justicia, cultura, etc.).
Juan Verde Asorey