Alguien definió al hombre como un ser que habla, aludiendo con ello a la esencia que mejor lo define, pues en ella, en la palabra, se va grabando su propio devenir como ser humano, incluso a su pesar. En el lenguaje vamos dejando los rastros, las huellas y las impresiones de nuestras miserias y de nuestras vicisitudes y éxitos a lo largo de este periplo en que consiste vivir.
Desde que aprendimos a dibujar sonidos y a convertirlos en símbolos, a esos rastros ya no se los lleva el viento sino que quedan almacenados de forma permanente en la piedra, en la piel, en el papel, en el espacio virtual o en cualquier otro soporte que se pueda inventar en el futuro.
Las palabras contienen, pues, el germen de la historia en la que nos hemos fabricado, porque ellas han sido el material básico que hemos empleado en la construcción de nuestra identidad, las herramientas con las que hemos levantado el edificio de nuestra propia odisea a lo largo del tiempo. Solo hay que escarbar en ellas para encontrar los restos, las marcas y los trazos en los que se han ido acuñando los deseos y el conocimiento, los sueños, los errores y las pesadillas que han conformado ese devenir inevitablemente teñido de sus propios signos.
Sin ellas sería difícil expresar y comprender el ser que somos en su amplitud y en sus profundidades, como también sería imposible explicar y describir el mundo que nos rodea en su maravillosa e inmensa complejidad.
Pero las palabras no son patrimonio de un grupo, de una ideología o de un credo, sino de la humanidad entera, que las ido atesorando y puliendo en múltiples y variadas manifestaciones lingüísticas, condensando así el pensamiento que les ha ido dando contendido en sus múltiples y variadas manifestaciones.
Por Joaquín Paredes Solís