Jack London escribió un relato, ‘Ley de vida’, en el que describe cómo un viejo esquimal es abandonado junto a una pequeña hoguera cuando le fallan las fuerzas y constituye una ‘carga’ insoportable para el resto de la tribu. Con buen oído, pero casi ciego, el viejo Koskoosh sabe que escuchará por última vez ciertos sonidos y le conforta comprobar que su hijo, jefe ahora del grupo, se ha parado a despedirse de él, cosa que otros, cuando él era joven, no hicieron con los suyos.
La escena es patética en su sencillez, y por el dramatismo sin énfasis con que narra London. El viejo acepta resignado la situación, aunque se permite la debilidad de albergar un resquicio de esperanza. (¿Y si vuelven a por mí?).
Pero es sólo un instante, apenas un segundo. Sabe que es la ley de la vida.
Antes de que el frío entumezca sus pies y sus manos, y que el corro de lobos le rodee en la noche polar, el viejo Koskoosh tiene tiempo de rememorar tiempos mejores, en su juventud, y de repetirse una y otra vez que es «la ley de la vida».
Nota a pie de página. Este relato debería estar prohibido como un espejo revelador en todas las residencias de ancianos ?públicas o privadas?, incluso en aquellas en que los residentes presumen, orgullosos, de lo bueno que son sus hijos porque les visitan «todas las veces que pueden».