Fui un niño flaco que aprendió a convivir con desaires del tipo «tienes menos carne que un guisado de alambre», pero esos agravios no me traumatizaron ni me resultaron insufribles. Lo que no he soportado nunca, ni entonces ni ahora, es el insulto gratuito, el exabrupto cerril y asilvestrado.
La historia de la política y de la literatura están trufadas de vituperios llenos de ingenio e inteligencia. Borges, que reflexionó acerca de esta cuestión en ‘Arte de injuriar’, reúne toda una antología, desde aquel quiebro que se atribuye al doctor Johnson: «Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando», hasta la que él consideró la injuria más singular: «Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia». Menudas perlas.
Y si se repasa la obra del autor de ‘El Aleph’ daría para todo un tratado. Sus puyas contra García Lorca, Américo Castro, los catalanes o los vascos son legendarias. Eso sí, siempre con un humor sutil, irónico, de trazo fino, no como esas andanadas de Quevedo contra Góngora: «Yo te untaré mis obras con tocino, / porque no me las muerdas, Gongorilla», en las que le acusaba de judío, quizás de lo más suave que le dijo, si se compara con esos otros versos en los que le describe como: «esta cima del vicio y del insulto; / éste, en quien hoy los pedos son sirenas, / éste es el culo, en Góngora y en culto, / que un bujarrón le conociera apenas». Ni la condición de sacerdote de Góngora le libró de otras rechiflas, por ejemplo cuando le llama: «sacerdote de Venus y de Baco» o «La sotana traía / por sota, mas que no por clerecía».
Yo creo que al lado de todos esos dicterios, los exabruptos que se oyen en algunos foros actuales son tan pobres como los insultos mostrencos que se expelen contra un mal árbitro o en un atasco de tráfico.