Un fantasma recorre las redacciones de prensa (y no me refiero a la recua de los reality shows), sino a los errores y a las erratas. De las erratas se han llegado a escribir incluso antologías, y hay quien sostiene que siempre mejoran al original.
Cuando hablo de errores no me refiero a las humildes, contumaces e imprevisibles faltas de ortografía, sino a los errores en toda su extensión: errores garrafales, chungos, de choto con tembladera.
Hace años, durante uno de los premios literarios Felipe Trigo, el escritor Fernando Sánchez-Dragó nos contó a varios miembros del jurado que él presidía en aquella edición una anécdota que se ha convertido en el error más legendario del que guardo memoria.
Ocurre que el escritor había dado una conferencia en una localidad del levante español y al finalizar su charla accedió a responder a unas cuantas preguntas para una entrevista en un diario local. Ante el magnetófono de la joven periodista, Sánchez-Dragó defendió con verbo encendido y entusiasmo, la necesidad de poner pasión en cualquier creación del espíritu, y citó el caso paradigmático de Orígenes, el viejo filósofo que se hizo castrar para tener menos ‘distracciones’ en su afán diario.
Uno se imagina la verborrea apasionada de Dragó y a la joven redactora dándole a la grabadora para adelante y atrás tratando de adivinar qué era exactamente lo que decía.
El caso es que a la mañana siguiente, el escritor se quedó turulato al ver que el titular de la entrevista proclamaba a cinco columnas: «Fernando Sánchez-Dragó: A los escritores había que castrarlos como aborígenes», (el subrayado es mío).
Cada vez que me acuerdo comienza a dolerme cierta zona íntima y aún no sé si es por las risas o sólo de pensar en esa terapia ‘draconiana’ que le atribuyeron a Dragó.