Confieso que antes de la democracia, una de las virtudes que no me adornaban es la del espíritu militar, aunque me tocó hacer la ‘mili’ como a la mayoría de los varones españoles. Con Franco vivo, la ‘Revolución de los Claveles’ a la vuelta de la esquina y la ‘Marcha Verde’ poniendo en un brete a la nación y al régimen, la ‘mili’ era para mí un trámite algo enojoso e inevitable que trataba de sobrellevar en el Cuartel Infanta Isabel de Cáceres de la mejor manera posible. Hasta cierto día en que, por razones estratégicas o de Estado que a mí se me ocultaban, alguien decidió que hacían falta cabos y que yo era uno de los aspirantes elegidos para ese empleo.
¿Por qué a mí? Nadie, salvo el teniente Lechuga, aventuró una respuesta. Ese joven oficial (salido de la Academia Militar, no reenganchado) aludió a no sé qué test psicotécnicos, a quienes tenían estudios universitarios… y poco más.
Transcurrieron los días y fui requerido para hacer el curso de cabo. Como yo veía en el teniente Lechuga a una persona accesible y ‘dialogante’, intenté ‘negociar’ con él asegurándole que yo me preparaba para el curso, pero a cambio él me dejaba las tardes para poder asistir a clase en Filosofía y Letras. Dijo que no.
Pero no me rendí. Unos veteranos me hablaron de no sé qué normativa militar que impedía ascender a un empleo superior en contra de la voluntad del interesado. Memoricé el artículo y fui de nuevo a hablar con Lechuga. Argumenté lo de la normativa que me amparaba pero enseguida percibí que algo iba mal en la escena porque la expresión de su rostro pasó de la sorpresa a la indignación. Hasta que explotó:
?¿Artículo, artículo…? ¡Olvídate, tú vas a ser cabo porque me sale a mí de los cojones!
?A sus órdenes, mi teniente -fue lo único que acerté a decir. Y desde aquel día, hasta el fin de la ‘mili’ obligatoria, no volví a preguntarme qué era eso del espíritu militar.