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La tumba retumba

He visto abrir tumbas dos veces en mi vida, y en ninguna de las dos ocasiones conocía a los muertos. La primera vez yo era un niño y se trataba de un sepulcro junto a lo que después se conocería como la basílica visigoda de Ibahernando. Aquel día perdura en mi memoria como una fecha fabulosa. Recuerdo que decidimos escaparnos con otros amigos de la reunión en la iglesia y sumarnos a una ‘expedición’ improvisada para visitar aquel enterramiento en Magasquilla, donde habían encontrado, dentro del sepulcro de piedra, una jarrita de vidrio y otros elementos que en nuestra imaginación adquirían un carácter prodigioso.
Aquella tumba, que alguien había descubierto al enganchársele la reja del arado con lo que parecía una pesada lápida, se presentaba a nuestros ojos como un tesoro que llevaba dormido trece o catorce siglos en el paisaje anónimo del campo.
Recuerdo que varios de los muchachos de más edad desplazaron la piedra de granito que cubría el enterramiento y ante mis ojos apareció un esqueleto con la calavera perfectamente reconocible. De pronto, uno de los jóvenes tocó con el extremo de su vara en la frente de la calavera, donde se formó un agujero que a mí me pareció la boca de un pequeño pasadizo a la eternidad. Aquel esqueleto se había mantenido intacto desde el siglo VI o VII de la era cristiana, pero ahora, prácticamente pulverizado, estaba claro que no aguantaba ese ‘jolgorio’ a su alrededor. Alguien recriminó al muchacho de la vara el ‘puyazo’ post mórtem y desde entonces en muchas de mis pesadillas habita la sombra sepulcral de aquella calavera con un agujero en mitad de la frente.
?¿Y lo de la otra tumba? -preguntó mi hijo, que por fin levantaba la vista del libro de Harry Potter.
?¡Ah!, eso te lo contaré -le respondí- dentro de diez días.

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Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


febrero 2006
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