Hay novelistas que agarran al lector por la pechera y le zarandean levantándole tres palmas del suelo; otros optan por lanzarle un puñetazo a la cara o por guiarle a través de un intrincado territorio donde no brilla más luz que la del narrador.
La escritora Nélida Piñón ha recordado estos días en Cáceres, durante el I Congreso Nacional de la Lectura, cómo su mente de niña se sintió fascinada por las historias de Kart May y el indio Winnetou, capaz de distinguir, sólo con pegar el oído a la tierra, el número de jinetes tras los que cabalgaban y el hecho prodigioso de que a uno de ellos, además, le faltase un brazo.
Esa ‘revelación’ trae a mi memoria el deslumbrante atractivo del inicio de muchos libros, a veces auténticos zarandeos y en ocasiones puñetazos directos al rostro de la imaginación. La lista se haría interminable, desde el legendario comienzo de ‘La metamorfosis’, con ese instinto voraz y definitivo de una navaja barbera sajando la cortina de la curiosidad, hasta los conocidísimos de ‘El lazarillo’, ‘Cien años de soledad’, ‘El Quijote’ o ‘El guardián entre el centeno’.
Aunque esos ‘deslumbramientos’ literarios los he percibido muchas veces desde el primer párrafo: «En el pueblo había dos mudos, y siempre andaban juntos», ?con el que empieza ‘El corazón es un cazador solitario’, de Carson Mcullers?, también he sucumbido a la magia de otros momentos, por ejemplo, cuando ‘el Principito’ de Saint-Exupery sorprende al narrador: «Por favor… ¡dibújame un cordero!», o cuando, como recuerda Fernando Savater en esa obra de culto que es ‘La infancia recuperada’ pondera la actitud aparentemente conciliadora pero en el fondo desafiante de un pistolero en el ‘saloon’ que advierte a su adversario: «Cuando me hable así, sonría, para que yo sepa que no lo dice en serio». Me parece que sin esa ‘magia real’ no habría literatura.
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