Muchas ciudades y territorios subliman el sueño de sus héroes, de sus mitologías más íntimas, reales o de ficción. Así, bien puede decirse que Ítaca es Ulises, Dublín es Joyce, Lisboa es Pessoa y Buenos Aires es Gardel, Maradona, pero también Borges y la biblioteca universal.
No conozco Dublín ni Buenos Aires, pero sí Lisboa, a donde me escapo cada vez que tengo oportunidad. La primera vez que visité esa ciudad resonaban aún los ecos de ‘Grândola, vila morena’ y de los capitanes de abril y el café À Brasileira, en la Rua Garrett, era un lugar de peregrinación secreta para letraheridos devotos de Pessoa, un escritor ‘fetiche’ cuya obra corre el serio riesgo de quedar sepultada bajo el formidable peso de un icono que es apenas una caricatura para carteles, camisetas y otros souvenirs.
Ocurre que desde que se propagó la moda de las estatuas como ‘mobiliario urbano’, uno de los santuarios turísticos de Lisboa es la terraza del café À Brasileira, convertida ya en un reclamo fabuloso para miles y miles de personas que acuden hasta el viejo café y se fotografían junto a la estatua del escritor, como parte de una serie interminable e imposible de contertulios del propio Pessoa. Ese trasiego de turistas sentándose a toda prisa en la silla de bronce, junto a la estatua, tiene algo del ritmo cómico de las películas de Charlot.
¿Qué hubiera pensado Pessoa ?a quien tanto le costaba traspasar la coraza de su sentimentalidad? si por un instante pudiera contemplar este tráfico de multitudes y cámaras de fotos en torno a su ‘imagen’ en bronce?
No sé. Pero acaso quien aspiró a ‘encarnarse’ en varios heterónimos, ahora se limitaría a confirmar una de las intuiciones de su ‘Libro del desasosiego’: «El mundo exterior existe como un actor en un escenario: está ahí, pero es otra cosa».
Y tan otra cosa: son turistas.