Apenas sentí el corte, pero la herida chorreaba sangre y me puso pingando la camisa y el pantalón. ¿Por qué se me ocurriría partir con las manos el maldito cedé?
De niño me gustaba ver jugar a las cartas a mi abuelo Juan Domingo; en Trujillo, en el interior del bar La Victoria, donde echaba su partida de mus, y otras veces en Ibahernando (cuando yo era más pequeño) en el patio lateral del bar de Juan, junto al salón que entonces servía de cine y de baile. A mí me gustaba quedarme tras su silla para observarle cómo alineaba las cartas en su mano, jugando al tute, hasta formar un pequeño abanico en el que sólo se distinguían el palo y el número de cada naipe. Aquel patio, tan reducido y doméstico, tenía además el encanto de una escalera ?ay, para los niños casi siempre prohibida? que conducía al cuarto de proyección del cine, un pequeño paraíso y un territorio mítico para todos los muchachos. Decía que en Trujillo o en aquel patio del bar de Juan vi muchas tardes de verano a mi abuelo y también a mi padre jugando a las cartas o al dominó.
Yo estaba embelesado recordando ese tintineo inolvidable de las fichas sobre el mármol y aquellas expresiones risueñas, aparatosas… al dar con las cartas y los nudillos sobre el velador: «¡Las veinte en oros!». O el crepitar de la ficha mientras alguno de los jugadores sentenciaba: «¡La blanca doble. Se acabó la rifa!».
En esas andaba cuando, indignado como un vengador sentimental, me puse a romper un cedé que trajo el correo ¡para jugar al póker y a otros juegos por Internet! En la soledad del ordenador.
El disco crujió y me causó la herida, pero me quedé más ancho que pancho sabiendo que había acabado con esa propaganda basura igual que un anacoreta virtuoso rechaza a un sibilino diablo tentador.
¡Y las diez de monte!