No soy un rico potentado ni me
unen lazos familiares con los Thyssen Bornemisza o los Guggenheim, pero
en mi casa tengo un cuadro de Antonio López firmado personalmente por
el artista. Bueno, mejor sería aclarar que tengo ‘la reproducción’ de
un cuadro de Antonio López firmada personalmente por el artista.
Iba a decir que es lo de menos porque para mí lo importante es el
cuadro, pero sospecho que nadie me creería: no es lo mismo poseer una
pintura de más de dos metros por metro y pico que una lámina (eso sí,
autografiada cordial y afectuosamente por el Premio Velázquez de las
Artes Plásticas 2006) en la que se ‘reproduce’ ese cuadro.
¿Qué cuadro? Pues el titulado ‘Terraza de Lucio’, que el pintor de
Tomelloso pintó entre los años 1962 y 1990. (Y luego dicen que hay
pintores que se demoran). Se trata de un óleo sobre tabla de una
belleza fría e inquietante. Por motivos que no vienen al caso se
aprecia que el marco se le quedó pequeño a Antonio López y que optó por
ampliar sus dimensiones, añadiendo más superficie a la tabla. Lejos de
constituir una ‘limitación’, ese detalle del espacio añadido subraya el
carácter ‘obsesivo’ que tuvo ese motivo, esa terraza, para él.
Quien no conoce la obra piensa, cuando se acerca al cuadro, que se
trata de una fotografía. Pero en una foto es imposible que habite la
poesía minuciosamente perfecta de esa luz de primavera derramada sobre
una tapia por donde trepan los rosales y se desbordan los tejados
anónimos y algo impersonales de la gran ciudad. Una vista que es una
‘antipostal’ y, por paradójico que resulte, la postal de un espacio
cotidiano.
Para mí ?por otros motivos que ahora tampoco vienen al caso? asomarme a
esa ‘Terraza de Lucio’ es asomarme a un mirador desde el que diviso
unas semanas de descanso y de silencio. Hasta la vuelta.