Toda la mañana se la pasó pensando en ella. Trató de recordarla como
era entonces: tan juvenil, con esos ojos grandes y risueños que siempre
le blindaron contra la adversidad. Se le pasaban las horas, en su tarea
diaria, imaginando qué haría ella en ese momento, qué parte de la casa
iluminaría con su mirada o en qué ajetreo viviría esos ratos en los que
no tenía cerca ni a él ni a sus hijos.
Era el día de su
aniversario de boda, pero él se hizo (una vez más) el despistado y
salió de casa sin felicitarla. Hasta por la noche, cuando los hijos aún
no habían regresado al hogar. Entonces, al entrar, se dirigió
directamente al salón y fue a darle un beso. Llevaba un pequeño paquete
envuelto en papel de regalo y una carta. Ella levantó la vista y dijo:
?Pensé que te habías olvidado…
Abrió
el regalo y descubrió que era una réplica exacta, en oro, de aquel
primer broche humilde que él le había regalado «cuando éramos jóvenes,
felices e indocumentados». Después abrió el sobre. Y leyó unos versos
escritos a mano en un papel ya amarillento:
«Al perderte yo a
ti, tú y yo hemos perdido;/ yo, porque tú eras lo que yo más amaba,/ y
tú, porque yo era el que te amaba más./ Pero de nosotros dos, tú
pierdes más que yo:/ porque yo podré amar a otras como te amaba a ti,/
pero a ti no te amarán como te amaba yo». Ernesto Cardenal,
‘Epigramas’, 1961.
Él no le dio tiempo a que se preguntara por
el sentido de esos versos. Le explicó que durante años había conservado
el poema en aquel papel como un conjuro contra el cataclismo de
perderla a ella. Ahora, le dijo, sabía que esa desolación era imposible
y como prueba le entregaba el poema de Ernesto Cardenal.
Ella le
miró sonriendo, le besó otra vez y le cogió la mano. A él le pareció el
tacto de aquella mano más elocuente que todas las canciones y todos los
poemas de amor.