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Hermano lobo

De pequeño, cuando la Primera Comunión se hacía con seis o siete años, yo participé en una función teatral en la que
salía disfrazado. Y no era un disfraz cualquiera, porque me tocó interpretar el
papel del lobo en el cuento de ‘Caperucita Roja’. Sabiendo como acababa ese
personaje en el relato, reconozco que debí negarme, igual que la niña del
anuncio que pasan estos días por televisión se resiste a hacer de Blancanieves
porque conoce los trances que le aguardan en el espectáculo.

Sospecho que uno de mis  mayores méritos para encarnar al lobo fue que
en casa de mis abuelos tenían una alfombra doméstica que en realidad era la
piel curtida de un zorro, (no  un lobo),
pero para teatro y con niños daba el pego.

Así fue como debuté sobre un escenario.
Ahora hubiera pensado lo mismo que dijo el condenado a quien iban a ejecutar un
lunes: «Mal empieza la semana». Pero como era un niño no se me ocurrió negarme
y colonicé un destino nefasto, similar al del clown que siempre se lleva los
golpes o al del pobre Frankenstein, que nunca acaba de recomponer y encarrilar
su existencia.

No sé si fue consecuencia del disfraz o
del carácter, pero a partir de aquel momento envidié a quien interpretaba
papeles como el del príncipe que besa a Blancanieves para rescatarla del sueño
de la bruja, o incluso el papel de los cazadores, que además de pasar un día de
campo, pegan unos tiros y quedan como héroes ante Caperucita.

El caso es que aquel disfraz (de zorro,
insisto) no me convirtió en un aficionado a la depredación o al ‘tiburoneo’, y
mejor me hubiera ido si ahora en vez de periodista, me hubiera dedicado, por
ejemplo, a ser broker o especulador inmobiliario. Lo que sí logró el disfraz es
prevenirme para siempre, para siempre, contra las historias de esos condenados
de por vida a un final infeliz.

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Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


octubre 2006
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