Llegué a casa con la camisa manchada de sangre, pero
sonriendo y con la mirada luminosa de un joven feliz. Nada más tocar el timbre,
para evitar que mi madre se asustara, le hablé en voz alta antes de que abriera
la puerta.
?No te asustes, no
me ha pasado nada ?y le señalé la camisa salpicada de sangre igual que el
soldado muestra tras la batalla la condecoración de sus heridas.
Mis palabras la
tranquilizaron, pero fue tajante en su advertencia:
?Olvídate; tú no
vuelves a ir a ninguna capea.
Yo tendría por
entonces 18 o 19 años y acudir a las capeas de Trujillo era una manera de
reencontrarme con una adolescencia llena de desasosiego y pasión. Recuerdo que
el año que me cogió la vaquilla no fue por mi culpa, sino porque otro chaval,
en su desbandada, se cruzó ante mí y frenó mi carrera. Caí hacia adelante, el
animal me rozó con la pezuña y me produjo una herida en la cabeza que me
curaron en la enfermería de la
Plaza de Toros. Resulta que yo conocía al practicante, ?el
famoso ‘Pimpi’? y logré de él que me curara, pero sin pasar por el trance que
más me inquietaba: un gran trasquilón que hubiera desbaratado mi melena.
Transcurrieron bastantes años
sin que volviera a ponerme delante de una vaquilla. Con ocasión de un reportaje
periodístico sobre las tientas taurinas, volví a darle unos pases a un becerro
en una finca próxima a Navalmoral de la Mata.
Y el pasado domingo, durante la tornaboda de mi hermano
Javier y de Usua, cogí el capote y la muleta para sentirme un Cúchares en la
arena. Sin embargo, (y aunque la vaquilla era poco más que un ‘perritoro’)
comprendí que ya no estoy para arriesgar un revolcón intempestivo, pues como
advierte José Bergamín, “el toreo es un juego de envite y de azar” y uno no
está ya para ciertos juegos. (Para otros, sí, ¡eh!).