El frío
del invierno me lo ha recordado. Cuando mis hijos eran pequeños, yo me
levantaba dos o tres veces por la noche para evitar que se desarroparan y
perdieran el sueño. Esa vigilia no constituía para mí un sacrificio especial, sino
una garantía de tranquilidad, pues la confirmación de que estaban
confortablemente dormidos en sus camas me producía al cabo el mismo efecto que
el somnífero más eficaz, y a partir de ese instante digamos que yo me echaba a
dormir a pierna suelta.
Los hijos crecieron y uno ya no tiene
necesidad de acudir a taparles por la noche para esquivar resfriados. Primero,
porque ya se ocupan ellos de taparse y, segundo, porque no estoy seguro de que
me dejaran entrar, así por las buenas, en el ‘territorio inviolable’ de sus
propios dormitorios, que se me antojan a estos efectos tan blindados como las
dependencias del Cuerpo Diplomático.
Decía que el frío me había traído esos
recuerdos y es verdad. El frío y la noche de Fin de Año, para la que apenas faltan
48 horas. Recuerdo que mi abuela Marcela siempre que surgía el debate de cuándo
se “está mejor” con los hijos sentenciaba: “Desengañaros, la mejor época es
cuando se les puede tapar a todos con una manta”. Es decir, cuando son pequeños
y no salen de cotillón ni a celebrar la llegada del Año Nuevo.
Así que, a punto de estrenar 2007, me veo
ya como mi padre (con lo que le critiqué de adolescente), en pijama y en
zapatillas, por el pasillo, mirando el reloj y diciéndole a mi madre a cada
rato: “¡Que son las seis, y estos no
han vuelto!”
Evitaré ponerme sentimental. Y cuando se
vayan de cotillón no les ‘chantajearé’ con mi inquietud. Sólo me permito una
licencia: exigirles que al salir se lleven ropa de abrigo… y esconderles las
llaves del coche. ¡Feliz
a