
‘El arte de la pintura’, de Vermeer de Delft
En su poema ‘El reino oscuro’, del libro
‘Una oculta razón’ -con el que obtuvo el prestigioso Premio Loewe de
Poesía- Álvaro Valverde restaura la
hipnotizante atmósfera de un cuadro que había en su casa y que él recuerda con
una emoción especial. El poeta no cita el título de la pintura, pero la
precisión de sus palabras conducen al lector hasta la famosa obra de Vermeer
‘El arte de la pintura’ o ‘Alegoría de la pintura’.
Cuando releo ese poema surge la pregunta.
¿Qué cuadros recuerdo de mi primera infancia? Pues entre otros, dos
reproducciones, de pequeño tamaño y enmarcadas con idéntica moldura, de ‘La
rendición de Breda’, de Velázquez, y ‘Rebeca y Eliecer’, de Murillo. Ignoro su
origen. Supongo que mis padres los compraron junto con otros muebles o acaso se
los regalaron porque hacían juego con la decoración de aquella estancia.
Si cierro los ojos y reconstruyo la imagen de los dos cuadros me
invade la misma sensación que si me hubiera zampado la ‘magdalena de Proust’,
aquella ‘piedra Roseta’ capaz de descifrar y de activar los intrincados
mecanismos de la memoria.
Aunque
bien pensado, el recuerdo de esas obras de Velázquez y de Murillo tal vez sea
una evocación contaminada por la melancolía, porque el último regalo de mis
hijos (que son quienes me oyen hablar un día sí y otro también del territorio
sagrado de la infancia), el último regalo, decía, es el popular higrómetro del
fraile capuchino señalando con su varita el tiempo seco, bueno o húmedo. Y
ahora que tengo colgado al fraile (sin segundas, ¡eh!) frente a mi mesa de
trabajo, siento vivamente que es como si me asomara a una ventana tras la que
veo a un niño que mira embelesado la silueta del fraile, aguardando a que suba
o baje la varita y se ponga o se quite la capucha. Y aquel niño soy yo.