Todos tenemos alguna manía. Y cuídate del
que crea que está a salvo de ellas. Muchas veces las manías son simples ‘tics’
que nos escoltan como una sombra imposible de despistar. Las hay inofensivas:
levantarse siempre con el mismo pie, empezar a leer el periódico por atrás,
coger la taza del café con la mano izquierda, aun siendo diestro…
Si usted es de los que evitan pisar las
rayas de las aceras, malo; y si además recita interiormente eso de «quien pisa
la raya, pisa la medalla», peor; hágaselo ver de inmediato.
Hay manías que duran la vida entera.
Recuerdo a mi padre yendo a la cocina todas las noches, invariablemente, para
comprobar, antes de irse a la cama, que estaba cerrada la bombona del butano.
En Trujillo, donde viví algunos de los mejores
años de mi vida, era famoso un personaje con una ‘manía visual’ ?llamémosla
así? que le impulsaba a colocarse la mano como una anteojera cada vez que
pasaba junto a la tapia del cementerio, hacia donde no miraba por nada del
mundo…
También recuerdo a un responsable local
trujillano (no diré el cargo, pues no viene a cuento) que se empeñaba en
adoctrinar machaconamente a sus subordinados con advertencias como ésta: «Tened
cuidado con las malas compañías, porque si en un cesto de manzanas echáis una pocha,
se pochan todas».
Aunque
su frase más repetida, la que causaba hilaridad entre quienes le frecuentaban,
era más que un consejo una admonición. A este personaje le molestaba
sobremanera que cuando alguien entraba en su despacho y se despedía, no cerrara
la puerta al salir. Algunos la dejaban abierta de forma deliberada para
provocarle. Su respuesta siempre era la misma: «Al salir, quiero que dejéis la
puerta», vociferaba «¡her-mé-ti-ca-men-te en-ti-je-re-tá, en-ti-je-re-tá!». Y
repetía las sílabas con un énfasis formidable, igual que si estuviera dando una
orden al horizonte.