Yo estaba pasando unos días en París. Me
alojaba en un pequeño hotel del Barrio Latino donde la decoración de las
habitaciones incluía, ¡oh, la, la!, libros y fotografías enmarcadas de Sartre,
de Camus, de Gide, de Proust, de Yves Montand… (Dejo para otro momento la
habilidosa ‘grandeza’ gala para el marketing socio-cultural).
Muy cerca de ese hotel está la iglesia de
Saint Nicolas du Chardonnet y se me ocurrió inaugurar el deambular turístico
echando un vistazo a su interior. ¡Madre del amor hermoso! Fue una revelación
que me dejó primero inerme, después prácticamente levitando y al final sacudido
por una tormenta de melancolía casi insoportable.
Era evidente que allí se celebraba una
misa, pero ¿quién y para quiénes? Las mujeres llevaban un velo idéntico al que
lucían mis abuelas o mi madre cuando yo era un niño. El cura oficiaba de
espaldas a los fieles y había un olor a incienso por todo el templo. Deduje y
comprobé después que me había metido en el ‘sanctasantorum’ de los seguidores
de monseñor Lefebvre, el arzobispo francés que abrió un cisma en 1988
separándose de Roma y reclamando, entre otras cosas, el rito de la misa en
latín.
He
recordado el episodio porque el Papa Benedicto XVI acaba de anunciar que
permitirá el latín opcional en la misa para la «reconciliación interna» de la
iglesia. Yo ahí no llego, pero ¿dónde hay que apuntarse para volver a escuchar
una misa en latín por estos pagos? Estoy seguro de que a quienes tenemos edad
para acordarnos de la muerte de Kennedy, de los éxitos de El Cordobés o de las
carreras de Gento, presenciar una liturgia tan solemne como aquella del latín y
el incensario nos parecería igual de formidable que viajar en el túnel del
tiempo. Aunque acabáramos inermes, levitando o acaso con agujetas en el
corazón.