A mí no me importaba prestar los libros.
Imaginaba que las historias que me habían hecho pensar o que me habían
conmovido iban a despertar las mismas emociones en otros lectores. La
experiencia me bajó del caballo. Entre los jaramagos del olvido y del descuido
me fui quedando sin algunos libros (y amigos) que me importaban de verdad: ‘El
Jarama’, ‘La voz a ti debida’, ‘La ciudad y los perros’, ‘Trilce’… Una y no
más, santotomás.
En aquellos años de veda cayó en mis
manos un librito, ‘Job’, de Joseph Roth, acerca de la odisea espiritual de una
familia judía de Europa oriental que emigra a Estados Unidos. Job, -como el
personaje bíblico- es la imagen de todas las desdichas y de la resignación. Un
pasaje de la novela (escrita por un hombre que sufrió la amarga descomposición
del imperio austrohúngaro como una metáfora de otros naufragios personales)
roza la perfección. Es el momento en que Deborah, la madre que ha tenido un
hijo enfermo, con un mal parecido a la epilepsia y que nadie sabe diagnosticar,
consigue abrirse paso en casa del rabino para pedir su consejo. Ante la congoja
y el mar de lágrimas de la madre habla el rabino: «Menuchin, hijo de Mendel,
sanará», dice. «En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio,
la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará
fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos, claros y musicales. Su
boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas. No tengas
miedo y vuelve a casa».
Transcurrió
el tiempo, me olvidé de los amigos olvidadizos y volví a prestar libros, salvo
el ‘Job’ de Roth, aparecido en Bruguera-Libro Amigo. Ahora que El Acantilado
acaba de reeditarlo, me quedo tranquilo y levanto la veda de los préstamos,
incluido ‘Job’, porque si no me lo devuelven, compro otro ejemplar y se acabó.