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El miedo del violador

El psicólogo de la prisión me dejó solo
en una celda que tenía una mesa y dos sillas. Se fue y a los pocos minutos
volvió con uno de los presos que cumplía condena por violación. Yo estaba
preparando un reportaje sobre las violaciones, el delito que suscita más odio y
pavor en la sociedad. Contaba ya con el testimonio de los expertos jurídicos,
de los forenses y había sido testigo del cataclismo que aniquilaba a las
víctimas.

Entre el violador y yo sólo se interponía
la gravedad de la celda, la pequeña mesa de madera y un magnetófono Uher en el
que grababa la conversación; sin incluir una cierta prevención que había
tratado de disolver un rato antes al interesarme por la ‘agresividad’ de aquel
fulano. «¿Agresivo? No, no; tan solo es agresivo con mujeres indefensas», dijo
el psicólogo.

A pesar de su expresión idiota, yo no
soltaba el micrófono del Uher, que sostenía como una posible arma de
autodefensa. Recuerdo que a la hora de hablar de los hechos por los que estaba
allí preso, el violador se refugiaba en justificaciones exculpatorias del tipo
«llevaba tiempo provocándome» o «ella en realidad quería estar conmigo».
Mantuvo una actitud fría, sin asomo de culpa, como el que describe una acción
fruto del azar.

En un momento de la entrevista le comenté
que en otros países se planteaba la posibilidad de que los condenados por
violación redimieran parte de los años de pena a cambio de someterse
voluntariamente a una castración. «¿Aceptaría que le castraran para salir
definitivamente de la cárcel y quedar en libertad?». Sólo al escuchar esa
pregunta, que se abrió ante él como una amenaza incontrolada, su rostro cambió
la mueca de frialdad balbuceante por el miedo que alimenta una fuerza
imprevista. Acaso la misma mirada, pensé, que él había despertado al agredir a
sus propias víctimas.

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Juan Domingo Fernández

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Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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