Es en el cine donde suceden las aventuras de ‘Indiana Jones’ o de ‘Gladiator’ pero si Emérita Augusta en vez de extremeña fuera estadounidense, ahora sería también otra factoría de sueños. La noticia la recogían los periódicos esta semana: El descubrimiento en Mérida de un “espectacular ajuar funerario” entre cuyos elementos figuraba una pieza de bronce de “Harpócrates, el dios del silencio”. Se trata de un colgante que representa a un niño con la mano derecha sobre la boca. Jamás hasta ese momento había oído hablar de Harpócrates, al que a partir de ahora rindo pleitesía. ¡Díos mío, dios del silencio! Además, no solo del silencio entendido como la otra orilla del ruido, del tráfago, del alboroto, de la confusión y la bulla, sino del silencio que nace de la discreción, de la prudencia y el saber. Según la noticia -publicada originariamente en ‘Foro’, la revista del Consorcio de la Ciudad Monumental, Histórico-Artística y Arqueológica de Mérida-, Harpócrates “encarnaba el secreto, que, como en el presente, se fortalece por el silencio y se debilita y desvanece por la revelación”. ¿Alguien puede explicarme por qué se ha perdido el culto a Harpócrates? ¿Sacudidos quizás por los tarambana que nos someten al pandemónium de la banalidad? No sé si a los norteamericanos, tan dados a fundar religiones ‘ex novo’, les interesará esta historia, pero yo estoy preparando un altar a Harpócrates para protegerme frente a la marabunta del político mendaz, de los vendeburras, de la publicidad engañosa… y hasta del ruido de fondo de algunas tertulias de radio y televisión. ¿Que contra eso no hay dios que valga? Te lo ruego Harpócrates…