Recién casado yo tenía en Madrid un viejo póster con esta leyenda: ‘En Praga se muere todavía’. Ese cartel fue mi último contacto con la invasión de Praga por los tanques soviéticos, un triste episodio que solamente conocí más tarde a través de los libros de historia. En 1968 yo era un adolescente y aunque conservo un nítido recuerdo de la muerte del Che, ocurrida un año antes, los tres acontecimientos destacados del 68 sobreviven en mi memoria entremezclados con la niebla de las fechas. Del mayo francés, por ejemplo, se me grabaron cuatro imágenes de algarabías callejeras y un par de nombres: Rudi Dutschke y Daniel Cohn-Bendit, dos de los líderes que encabezaban las revueltas estudiantiles. La invasión de Praga quedó en mi memoria como la confirmación de que ¡los experimentos, con gaseosa!, especialmente si los promueve el pez chico; y de la matanza de la plaza de Tlatelolco en México sólo me acuerdo por el libro-reportaje de Oriana Fallaci. Si echo la vista atrás descubro aspectos más próximos de 1968: paseos por ‘Cursi’, baños en la entonces única piscina pública de Cáceres: la Ciudad Deportiva, y un puñado de canciones: ‘La vida sigue igual’, de Julio Iglesias; ‘Hey Jude’, de los Beatles; ‘Qué tiempo tan feliz’, en la versión de Mary Hopkin o en la de Sandie Shaw y sobre todo ‘La bambola’, de Patty Pravo, que fue para mí el himno sentimental de aquel verano.
La pasada semana mi hijo y unos amigos se fueron varios días a Praga. Yo confiaba secretamente en que me trajera algo relacionado con mi póster de recién casado. Me equivoqué: compró un impresionante gorro soviético, para él, y a mí me dijo: «¿No te gusta la literatura? Pues ahí tienes unas postales de Kafka».