A mí no me gustan los perros. Quizás porque de niño a uno de mis hermanos un perro callejero le marcó los colmillos en la pierna. Desde entonces me imponen respeto hasta esos canes que cabecean rítmicamente en la parte trasera de los coches. Cuenta Julio Camba que una vez el Ayuntamiento de Madrid le envió un cuestionario con varias casillas en las que debía señalar incluso ‘el uso a que se hallaba destinado’ el chucho. Camba escribió que su perro se dedicaba, sencillamente, ‘a perro’ y aclaró a los concejales que el animal, «en cuanto ve un farol se acerca a él y del modo más ostensible manifiesta allí todo el desdén que le inspira el Ayuntamiento». En la zona del Portanchito hay también algunos perros que expresan su desdén a los deportistas que se entrenan por las cercanías. Lo hacen con peores intenciones y modales que el perro de Camba. Tal vez por eso no gocen de mi simpatía ni los perros ni el campo a través. En su etapa de periodista Azorín coincidió con Antonio Palomero, un personaje del que trazó una cariñosa semblanza en su libro ‘Posdata’ y a quien se atribuyen frases que se han hecho populares: «Al perro, para ser el mejor amigo del hombre, sólo le falta llevar dinero». Y aclara Azorín que dinero, «no para pedírselo prestado, sino para que pudiera invitarnos, cariñosamente, a un restaurante, a un teatro, a un viaje, ahora a un cine». Yo pensaba que el perro de Palomero existía solo en su imaginación o en la de Azorín, hasta que vi en la tele a ese hombre lloroso que busca a su perro Pancho y le suplica que regrese con el dinero de la Primitiva. Creo que Pancho es el único chucho que yo no entregaría a la Protectora de Animales.