Supongo que algunos lectores creen a pies juntillas (por cierto, ¿de dónde procederá la expresión ‘a pies juntillas’?) en la existencia de las serpientes de verano, esas noticias que alargan sus días en el secarral periodístico del calor y las vacaciones. Dispuesto como Tartarín de Tarascón a cazar el león, me echo a la selva informativa por ver si me topo con la famosa serpiente. ¿Acaso lo sea la reconciliación entre el Rey y Chávez después del ¿por qué no te callas? y el apaciguador intercambio de regalos? ¿Será la serpiente el juicio que le aguarda al nacionalista étnico Radovan Karadzic, ahora con esa barba de viejo maniático que ha sido su mejor disfraz? ¿O tal vez la serpiente de verano acabarán siendo los próximos 30 ahorcados en Irán por diversos delitos? Las posibilidades son interminables. ¿Y si en el ámbito extremeño la serpiente de verano fuera la ubicación de las estaciones del AVE o, –más complicado aún–, la ubicación definitiva del primer Ikea en la región? Desisto de cazar ese león. Que lo cace Tartarín. Para mí la noticia del verano ha sido un suceso estremecedor que lleva días emboscado en mi memoria: la muerte de un niño de dos años tras permanecer varias horas encerrado en un coche mientras su padre realizaba unas gestiones. Dios me libre de juzgar al padre. O a esos otros dos progenitores que también se olvidaron la pasada semana en Francia de una niña de tres años y de un niño de dos años y medio que murieron tras pasar el día en el interior de los vehículos familiares aparcados al sol. Sólo me pregunto qué vida llevamos, qué estrés nos atenaza para sufrir la maldición de estos olvidos mortales.