En mitad de esta trifulca ideológica-moral que convierte a Darwin, a Galileo y a Giordano Bruno en armas arrojadizas contra una iglesia percibida como inquisitorial y cerril, la disputa se encrespa con episodios recientes: la actitud ‘comprensiva’ del papa Benedicto XVI con el obispo lefebvriano que niega la existencia del holocausto; su oposición al uso del preservativo en la lucha contra el sida; la excomunión de los médicos y la madre de la niña de nueve años violada en Brasil por su padrastro y que abortó los gemelos fruto de esa agresión; las críticas por el caso de Javier, el niño que los médicos del Hospital Virgen del Rocio de Sevilla lograron que viniera al mundo sin una enfermedad hereditaria incurable y de paso librar de una muerte prematura a su hermano Andrés, de 7 años; la polémica campaña de los obispos comparando a un bebé con un lince…
Por no hablar de las cansinas diatribas a raíz de la asignatura Educación para la Ciudadanía o las (en mi opinión más que justificadas) críticas a la reforma que la ministra Bibiana Aido, ‘la miembra’, prepara en la llamada ley del aborto.
No parece cabal pedirle a la Iglesia que cambie de posición en cuestiones que considera doctrinalmente fundamentales. Y creo que el aborto es una de ellas. Lo que sí se le puede reclamar, desde la perspectiva del ciudadano –creyente o no– es igual celo en la defensa de la vida en todos los ámbitos del mundo: incluidos los sistemas políticos y sociales que explotan a los niños, que permiten las injusticias, que especulan con los valores fundamentales del ser humano. Quizás así aumente su implantación social y no nos parezca en ocasiones contradictorio su mensaje.
Hace 101 años, un filósofo y escritor español expuso su opinión sobre un asunto que parece consustancial con la vida religiosa, con las concepciones morales:
«Hay que civilizar el cristianismo, y por civilizar entended hacerlo civil, para que deje de ser eclesiástico; infundirlo en la vida civil, en la civilidad, desempeñándolo de la Iglesia. Y hay que proclamar la santidad de la ciencia».
El filósofo se llamaba Miguel de Unamuno. Sus palabras figuran en un libro de conferencias, pronunciadas en el País Vasco, que acaba de editar el profesor Ricardo Senabre.