Acabo de llevarme un susto de muerte. Tengo una alerta en Internet que me avisa en cuanto sale alguna información con mi nombre. Me resulta bastante útil no para alimentar la vanidad (de la que estoy curado) sino para conocer el eco del trabajo.
El problema es que hay más personas que también se llaman como yo. Sobre todo en Argentina, donde el patronímico Juan Domingo es bastante habitual porque da la casualidad que hubo un presidente que se llamaba Juan Domingo Perón.
Yo he repetido hasta la saciedad que me llamo Juan Domingo por mi abuelo materno, que se llamaba así, y no por Perón, pero el buscador de Internet no lo sabe.
Así que diariamente elimino sin llegar a enlazarme dos o tres alertas de los ‘Juan Domingo’ argentinos o de esos otros que intuyo ajenos a mi persona. Aunque hoy no he podido evitar hacer caso del mensaje y averiguar de qué iba la noticia porque el titular me ha dejado turulato:
«Plantan papas en un cementerio».
¡Caramba!, he dicho para mí, cómo está la crisis en Argentina que aprovechan hasta los camposantos para tierras de cultivo. Resulta que un ex concejal de Batán, en Mar del Plata, y homónimo de este servidor, fue el denunciante de esa «compleja situación» a resultas de la cual un predio rústico está sirviendo para «plantación ilegal de papas» cuando su destino oficial es el de última morada de seres humanos.
Ya sé que el caso se presta a una reflexión más socioeconómica que metafísica –que también– pero yo prefiero quedarme con la vertiente tecnológica. Antes de que se me echen encima los apocalípticos e integrados, confieso que soy un entusiasta de las nuevas tecnologías. El mundo es ya impensable sin Internet. Pero eso no quiere decir, por ejemplo, que abrace a tontilocas las incontables posibilidades de la galaxia digital, que también es un mercado sujeto a reglas universales, del mismo modo que nadie se libra en la Tierra de la ley de la gravedad. Yo he renunciado, por principio, a abrir un perfil en Facebook. Conmigo que no cuenten. Para justificar tal decisión recurro a la misma respuesta que dio el actor George Clooney cuando le preguntaron por el tema y contestó que prefería que le hiciera «un tacto rectal en directo en televisión un tipo con manos muy frías antes que tener una página de Facebook».
La semana pasada murió J. D. Salinger, autor de ‘El guardián entre el centeno’, que llevaba más de cuatro décadas eludiendo, precisamente, el principal objeto de las redes sociales. Lo que no le impedía vender, año tras año, 250.000 ejemplares de su famosa novela. De hecho se convirtió, como recordaba el otro día ‘The New York Times’, en un hombre que «se hizo célebre por el hecho de no querer ser célebre».
A otro nivel, hay más ejemplos. Del mexicano Juan Rulfo, autor de esa joya que es ‘Pedro Páramo’, llegó a decir José Donoso que era un escritor cuya fama crecía con cada libro que no escribía. ¿Hubiera ganado mucho la literatura si Salinger y Rulfo contaran con página en Facebook?
Así que contactaré con mi tocayo argentino para preguntarle si al cabo no hubiera sido más útil que los del «predio» siguieran con su fructífero patatal antes que reservar el terreno para el descanso eterno.