>

Blogs

La metamorfosis

Cuando se despertó aquella mañana después de un sueño intranquilo no se acordó de Gregorio Samsa ni de Kafka, sino de los días en que su habitación estaba empapelada con ‘pósters’ de la invasión de Checoslovaquia, del Che Guevara, del Guernica o de la estatua de Pizarro encabezando una fila de emigrantes extremeños que portaban maletas de madera.

En aquel tiempo la juventud sí que era un arma cargada de futuro y no hubiera entendido la ironía de una frase que habría de escuchar muchas veces, años después: «El que a los veinte años no es revolucionario, no tiene corazón, y el que lo sigue siendo a los cuarenta no tiene cabeza».

Se miró ante el espejo y pensó que aún era capaz de reconocer entre los estragos del tiempo y el trabajo la silueta de aquel joven dispuesto a llevarse la vida por delante. Terminó de afeitarse pero se dio cuenta de que una leve brizna de melancolía ensombrecía su mirada. Sonrió al recordar otra frase que repetía últimamente como un mantra: «¡Qué buena cosecha vamos a tener este año!, dijeron los agricultores el primer día del Diluvio Universal». Le parecía muy ingeniosa. Uno de esos blindajes que el humor regala contra la adversidad.

Se dirigió a la habitación donde estaba la biblioteca (una especie de pequeño despacho, decorado con cuadros de sus pintores favoritos) y buscó un libro con las pastas ajadas, uno de esos volúmenes que revelan al primer vistazo su uso frecuente. El libro se titula ‘Las pequeñas virtudes’, de Natalia Ginzburg.

Recordó que uno de los relatos (precisamente el que da título al volumen) lo leyó y lo comentó con su hijo en más de una ocasión. Buscó la página y comenzó a leer: «Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber».

Mentalmente ha repasado toda su vida. Sus años juveniles y de trabajo, con jornadas de doce o catorce horas, en los que muchos festivos y domingos también tocaba arrimar el hombro. Ha mirado hacia atrás sin ira, pero con melancolía. Piensa en cómo han cambiado los tiempos. Y le confirman esa impresión las palabras del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, el autor de ese concepto tan gráfico, «modernidad líquida», para describir la realidad de estos tiempos de globalización, dominados por el mercado. «Actualmente», declara Bauman en una entrevista, «se espera que sean los propios individuos los que conciban soluciones individuales a los problemas sociales. La solidaridad comunitaria ha dado paso a la competencia entre individuos. La sociedad de consumo practica una exclusión más estricta, violenta e implacable que la antigua sociedad productiva». Él piensa que Bauman tiene razón, aunque a muchos esas palabras les suene a literatura.

Entonces comenzó a descolgar los cuadros del despacho, sacó del armario los antiguos ‘pósters’ y empezó a fijarlos, con chinchetas, en las paredes. Y volvió a sonreír.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


marzo 2010
MTWTFSS
1234567
891011121314
15161718192021
22232425262728
293031