Me gusta la Fórmula 1, pero no soy muy aficionado a los coches. De hecho, apenas distingo los principales modelos del mercado y desconfío de aquellos que tienen mejor automóvil que biblioteca. Esos que se preocupan más por los cilindros en uve y las llantas de aleación que por tener bien amueblada su cultura general.
Seguramente son prejuicios de lector empedernido. Porque no creo que exista una contradicción básica entre el gusto por los coches y la cultura, a pesar de esa frase tan descreída de la escritora y editora Esther Tusquets: «Dejas libros en el coche y nadie te los roba, aunque esté abierto». Por cierto, algo similar a lo que le pasaba a quella universitaria que conseguía impedir que su compañera de habitación leyera las cartas que le enviaban escondiéndolas en sus libros de texto.
Sé de escritores, como el ingeniero Juan Benet, que compatibilizaban una cultura más que aseada con un automóvil de lujo, en su caso un Jaguar, aunque tampoco me imagino a Borges (cuando aún gozaba de vista para conducir) preocupado por las prestaciones mecánicas de su vehículo. Para eso está el chófer.
Ya sé que Marinetti y los futuristas fueron entusiastas del velocímetro y convirtieron al automóvil en un icono de la modernidad, esa religión pagana erigida al ritmo que marcaban las cadenas de montaje. Pero ellos al menos leían.
Casi al mismo tiempo que los aficionados a la F-1 se sienten inquietos por los problemas de fiabilidad del Ferrari de Fernando Alonso, por la aerodinámica de los nuevos Mercedes-McLaren o por la refrigeración de los frenos de los Toro Rosso, un joven conductor de 23 años, pilotando un BMW de serie ha conseguido en una autovía extremeña el récord de velocidad detectado por un radar de la Guardia Civil de Tráfico: ¡248 kilómetros por hora!
Échale un galgo. El intrépido piloto viajaba acompañado de sus dos hijos pequeños y de su novia. Las crónicas no aclaran el porqué de sus prisas, pero sí que el coche –dado de baja– carecía de permiso de circulación y de seguro. A la hora de soplar en el alcoholímetro dio negativo. Ya se sabe, si bebes, no conduzcas.
Resulta paradójico que este récord de velocidad se haya ‘batido’ en una de las regiones españolas que más ha tardado en disponer de una red decente de autovías. La maldición de los ‘tópicos periodísticos’ se encargará de hacer el resto; es decir, de multiplicar hasta el infinito el eco de la ‘hazaña’. Y échale otro galgo a la noticia.
Una comunidad donde las inversiones de la administración autonómica en bibliotecas públicas por habitante y año están muy por encima de la media nacional, al igual que lo están la media de libros existentes en las bibliotecas o las visitas a las mismas. ¿Pero a quién le interesan esos asuntos? ¿Para qué sirven todos esos indicadores? Cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba pero el tonto sigue.
Sabemos que el conductor temerario de los 248 kilómetros por hora puede perder la patria potestad de sus hijos. Pero a mí lo que verdaderamente me gustaría saber es si cuando inspeccionaron el vehículo en su interior encontraron algún libro. Aunque fuera robado.