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Quedar como Dios

Para el imaginario colectivo de muchos países, a los españoles les corresponde un espíritu idealista y generoso cuyo paradigma encarnaría Don Quijote, entreverado a lo sumo por el sentido común de su fiel escudero, Sancho Panza. Tal vez se trate únicamente de un tópico, como las leyendas de los bandoleros generosos, las suecas en Benidorm, el gazpacho y la siesta.

El caso es que decir «quijotesco» y pensar en un carpetovetónico resulta una asociación de ideas nada extravagante. La literatura está llena de ejemplos, desde aquel orgulloso «España y yo somos así, señora», de Eduardo Marquina en su obra ‘En Flandes se ha puesto el sol’, hasta el «Más valen barcos sin honra que honra sin barcos» pasando por el sentencioso «O llevarás luto por mí», de Manuel Benítez ‘El Cordobés’. Algo más que brindis al orgullo y al individualismo insobornable.

Decía Max Aub, el escritor trasterrado que también conoció el exilio y la añoranza de su país, que al español no le importa tanto ganar o perder sino quedar como Dios. En el pasado seguramente era cierto. Pero dudo mucho que ahora esa frase pudiera convertirse en la divisa de un analista social. Basta observar cualquier esquina de la actualidad para poner en cuarentena su vigencia.

Al ciudadano de la calle le importan más en estos momentos asuntos como la subida del IVA o la (aplazada) subida de las tarifas eléctricas que la imagen de España en la recién concluida presidencia española de la UE. Al ciudadano de la calle le cuesta adentrarse en los laberintos abstractos de las grandes infraestructuras anunciadas por los gobiernos de turno pero enseguida se pone en guardia ante la posibilidad real –nada abstracta– de que se produzca una rebaja en los sueldos o una subida en los impuestos. ¿España y yo somos así, señora?

A quienes pelean por un puesto de trabajo o por vislumbrar una luz en el horizonte profesional de los suyos, les parecen filfa las diatribas montadas por los políticos de algunas comunidades autónomas para concretar si en realidad son galgos o podencos. Así se entiende, por ejemplo, que don Manuel Fraga declare que el estatuto catalán no vale y cierre su intervención con un recio «¡Viva España!».

Es posible que este cambio de mentalidad se haya agudizado a partir de la crisis económica y la lenta agonía del estado del bienestar. Si en tiempos de ‘El Lazarillo’ era comprensible la imagen de aquel viejo hidalgo sin blanca que se salpicaba la pechera con unas pocas migas de pan para dar a entender que había comido, hoy esa tergiversación no se le ocurriría ni al guionista de una serie de telebasura. Y si no, dense una vuelta por los comedores sociales de cualquier ciudad… Compruébenlo.

Uno de los mayores peligros de las épocas convulsas es caer en la tentación de acabar con todo, incluso con los palos del sombrajo. En esas situaciones yo suelo hacerme la misma pregunta que los detectives en las novelas policíacas: «¿A quién le beneficia el crimen?» Solamente que ahora, cuando el problema no es de un pueblo, de una región o de un solo país, resulta más complejo identificar al culpable. Pero siempre es fácil distinguir quién hace de Quijote y quién de Sancho Panza.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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