A mediados del año 2006 el matemático ruso Grigori Perelman (San Petersburgo, junio de 1966) halló la solución a la conjetura de Poincaré, un teorema sin demostración práctica desde hacía más de un siglo y considerado uno de los siete Problemas del Milenio. Perelman, de origen judío y aficionado a tocar el violín, rondaba entonces los 40 años. No es un científico al uso. Y no lo es por su aspecto: con cejas y larga barba poblada; ni por la forma en que dio a conocer el descubrimiento del famoso enigma, a través de Internet, en vez de en las páginas de una revista especializada.
En realidad, tampoco fue ese el primer episodio de su anticonvencionalismo. Ya en 1996 había rechazado el premio del Congreso Europeo de Matemáticas y en 2006 se negó a recoger la Medalla Fields (algo así como el Nobel de la especialidad) que le iban a entregar en un congreso internacional a celebrar en Madrid precisamente por haber resuelto la conjetura de Poincaré.
Hace poco se ha sabido que Perelman, que vive en las afueras de San Petersburgo junto a su madre, receptora de una pensión mínima, se ha negado definitivamente a recibir el Premio del Milenio, dotado con un millón de euros, que concede el Instituto Clay a quienes se distinguen por sus avances en el campo de las matemáticas.
Para enriquecer más su leyenda hay que decir que Grigori Perelman no trabaja desde hace años en ninguna institución académica y que sobrevive dando clases de matemáticas, a pesar de haber enseñado durante años en Rusia y en las universidades norteamericanas de Nueva York y California (Berkeley), entre otras.
Al margen de las razones que le empujaron a rechazar todos esos reconocimientos públicos (parece ser que está dolido con la ‘utilización’ que algunos colegas han hecho de sus hallazgos), a Grigori Perelman tampoco le atrae lo más mínimo convertirse en centro de atención mediática mundial. En Internet circulan unas declaraciones que se le atribuyen: «No quiero estar en exposición como un animal en el zoológico. No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera soy tan exitoso. Por eso no quiero que todo el mundo me esté mirando».
Reconozco que me atrae la figura de este científico atípico, centrado como los héroes clásicos en no olvidar cuál es su verdadera misión. La auténtica tarea del ‘héroe’. Me pasaba igual, de alguna manera, con J. D. Salinger, el autor de ‘El guardián entre el centeno’, empeñado durante décadas en blindar su intimidad frente al asedio de la popularidad superficial y perecedera.
Se cuentan con los dedos de una mano ejemplos de comportamientos similares entre nosotros. Pero no faltan. El bioquímico Mariano Barbacid, hasta hace poco director del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas Carlos III de Madrid, ha rechazado el Premio Nacional de Investigación Ramón y Cajal que concede el Ministerio de Ciencia e Innovación, según informaba ayer el diario ‘Público’. Lo interesante es que no se trata tan solo de un reconocimiento honorario –está dotado con cien mil euros–, sino los motivos que han empujado al científico madrileño a rechazarlo: cree que genera «envidia». Se me ocurren unas cuantas reflexiones, pero la moraleja de la historia se la dejo a ustedes.