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Dilema técnico-moral

El Reino Unido alberga en Sellafield, cerca de la costa del mar de Irlanda, en el condado de Lancashire, la primera central nuclear del mundo que comercializó energía conectada a la red eléctrica.

Esa planta, destinada también durante décadas a obtener plutonio para armas atómicas, sufrió en 1957, pocos meses después de su inauguración, el incendio de uno de sus dos reactores y el accidente nuclear más grave de la historia hasta que se produjo el desastre de Chernobil.

Treinta años después de aquel accidente yo visité el complejo nuclear de Sellafield. El recorrido por varias de sus instalaciones exigía la consiguiente revisión en las cabinas de control y descontaminación. Creo que desde entonces tengo miedo incluso de hacerme radiografías. A pesar del incendio y del accidente, en el que se calcula que escaparon a la atmósfera 20.000 curies de Yoduro-131 radiactivo, el reactor estuvo en funcionamiento hasta la clausura definitiva de la planta, en marzo de 2003, tras casi 47 años de funcionamiento. El equivalente a la vida laboral de un hombre del occidente desarrollado y apenas una millonésima parte de la vida de un residuo nuclear.

Durante más de medio siglo ese ingente complejo de reactores nucleares y plantas de reprocesamiento de combustible irradiado ha conocido la polémica y la controversia sobre los riesgos consustanciales a este tipo de energía. Además de asociaciones ecologistas británicas, los irlandeses y los noruegos han sido –por comprensibles razones de proximidad– quienes más han despotricado contra las instalaciones y exigido el cierre definitivo de Sellafield.

No voy a decir que el Reino Unido haya asistido impertérrito, como el que oye llover a esas reivindicaciones, pero lo cierto es que además de mantener sus programas de explotación industrial en pleno funcionamiento y establecer sus propios plazos, los sucesivos gobiernos británicos se han permitido crear en el enclave, próximo ya a tierras escocesas, un Centro de Visitantes para divulgar los procedimientos técnicos que acompañan al uso pacífico de la energía nuclear. A eso se llama actuar sin complejos.

El desastre en la central nuclear de Fukushima nos refresca ahora nuestra condición de aprendices de brujo y el peligro potencial de un sistema energético susceptible de provocar catástrofes masivas. Un tipo de energía al que acompaña desde su nacimiento la maldición, el pecado original de una interrogante: ¿Qué hacer con los residuos de alta actividad? El día que esa pregunta tenga una respuesta científica, social y económicamente aceptables se estará en condiciones de iniciar un debate hasta ahora inexistente. Y digo inexistente no porque se hayan eludido las posiciones encontradas o las controversias teóricas, sino porque la última palabra, de hecho, la han tenido los gobiernos o los grandes conglomerados empresariales de las eléctricas.

Con las actuales premisas hablar de precio o rentabilidad de la energía nuclear sería como hablar de la ‘rentabilidad’ de las guerras o de lo ‘barato’ que resultan las pandemias para resolver el problema de la superpoblación en el mundo. ¡Así cualquiera!

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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