Larra dijo que «escribir en Madrid es llorar» (y escribió ‘Madrid’, no ‘España’ en su artículo ‘Horas de invierno’, de diciembre de 1836) convirtiendo esa frase en el paradigma de una desazón muy extendida –esta vez sí– por España, no solo por Madrid. El lamento a cuenta de la escritura ha vertido mucha más tinta que la que se necesita para lo contrario, es decir, para la celebración del acto de escribir.
La verdad es que el recurso al lamento o a la crítica son muy fértiles en la historia de nuestra literatura y de nuestro periodismo. El mismo Larra se despachó a gusto con fenómenos tan racialmente españoles como la burocracia, la molicie o la hipocresía. Pero tampoco hubieran variado mucho los resultados de haber cambiado de ministerio, de haber puesto la lupa en la situación de los transportes, de las comunicaciones, de la agricultura, de la industria, del comercio…
Larra no dijo «investigar en España es llorar», pero han comprobado empíricamente y por separado que la conclusión es correcta decenas de científicos españoles: desde Severo Ochoa a Joan Oró, desde Santiago Grisolía a Joan Massagué, desde Valentín Fuster a Juan Carlos Izpisúa, o el mismo Mariano Barbacid, estos días de actualidad por haber denunciado que el Centro de Investigaciones Oncológicas no dispone de fondos para proseguir una investigación sobre el cáncer de pulmón. El Ministerio de Ciencia e Innovación niega que lo que dice Barbacid sea cierto, y sostiene que el investigador, formado en Estados Unidos, sí puede proseguir con sus trabajos. Al margen de la ‘anécdota’ del caso, lo que me parece significativo es la escasa relevancia que tiene en la vida pública el mundo de la ciencia. «Al carro de la cultura española le falta la rueda de la ciencia», advirtió Santiago Ramón y Cajal, uno de esos españoles insólitos capaces de sorprender al mundo con el fruto de una inteligencia y tesón cultivadas en las adversas circunstancias de un país predispuesto a gastarse el dinero en el pan y circo de los futbolistas multimillonarios que a invertir cuatro euros en la investigación científica básica o aplicada.
Por no hablar del prestigio social; parcela en la que los medios de comunicación me temo que deberíamos entonar más de un ‘mea culpa’. Cualquier cenutrio que haya conseguido sus 15 minutos de gloria en un programa televisivo se garantizará más reconocimiento mediático en esta sociedad del espectáculo que el esforzado y anónimo investigador encerrado media vida entre las cuatro paredes de un laboratorio o un centro experimental.
Ayer leí que la sonda espacial Gravity Probe-Bm de la NASA había confirmado con alta precisión dos predicciones derivadas de la Teoría de la Relatividad de Einstein. Ignoro el interés práctico que se deriva de esa constatación igual que ignoro el espacio que ocuparía la información en el caso de que tuviera que competir –como si se tratase de boxeadores de distinta categoría– con noticias de otras secciones. Pero sospecho que si entre medias no se intuye la sintonía del escándalo y la polémica, la noticia, por mucho Einstein que aparezca en ella, no se come ni un colín.