A través de los ochenta y tantos kilómetros que he recorrido durante muchos veranos en mis peregrinajes a Guadalupe, lo que más me llamaba la atención recién niciado el camino, cerca de Trujillo, no eran la belleza de los paisajes, tan variados después de las leguas de berrocal, ni el mar de luces que se divisa por la noche rebasada la sierra de los Lagares. Ni siquiera el serpentear de caminos polvorientos y veredas que se pierden aquí y allá, entre olivares, jaramagos y la soledad de las encinas.
Siempre por carretera, a los ojos del peregrino lo que más le sorprende es la acumulación de latas de aluminio y desperdicios que salpican las cunetas, convertidas en vertedero improvisado hasta de algún colchón colapsado de sueños y porquería.
Cargado con la mochila, la vista va y viene desde la silueta de la sierra del Puerto hasta las estribaciones montañosas que anticipan el frescor de Logrosán y más adelante la promesa de las Villuercas y Cañamero. Pero inevitablemente, como si fueran los contrapuntos de una jornada feliz, de tarde en tarde nos enoja la visión de los desechos: aquí una lata, allí un tetrabrick, más adelante restos de cartón, plásticos…
No somos tan solo una sociedad que ha vivido por encima de sus posibilidades, es que nos hemos convertido en manirrotos, como esos nuevos ricos a los que emborracha el dinero fácil o el éxito engañoso y se precipitan raudos a cambiar las tres ‘c’: la casa, el coche y la compañera.
He aprovechado alguno de mis días de vacaciones para releer esa joyita de la filosofía política titulada ‘Comunicado urgente contra el despilfarro’, de Agustín García Calvo, autor del que podría decirse lo mismo que dijo la autoridad gubernativa de Valle Inclán: «Eximio escritor y extravagante ciudadano», con la salvedad de que en el caso de García Calvo, me parece que nadie discreparía si añadimos la expresión «lúcido filósofo». A lo que voy. En ese librito, de finales de los años setenta, ya nos avisaba que la nueva sociedad se define por un término, ‘consumo’, que no se corresponde exactamente con el término ‘despilfarro’, pues el primero («consumo yo» o «consumen los habitantes de España») va ligado a lo personal mientras que ‘despilfarro’ va unido al proceso de depreciación de la persona, está fundado «en la depreciación (y en cierto modo anulación) de las cosas y bienes que su despilfarro exige». Parece un galimatías, pero nada de eso.
Tampoco puede creerse que ‘consumo’ alude aquí a lo necesario y ‘despilfarro’ al consumo de bienes no necesarios, pues como previene García Calvo, no sabemos en realidad cuáles son las «necesidades primarias y naturales» de la persona, pero sí sabemos que es el mercado quien se encarga de crearnos bienes y crearnos necesidades para que nosotros las consumamos: es decir, es el propio mercado el que establece la oferta y la demanda para suministrar a sus clientes los gustos y caprichos que deben tener y consumir. Dice García Calvo que la definición de ‘despilfarro’ es «consumo de consumo». Para saber que lleva razón me basta con observar los ‘mercados’ o reparar en ciertas cunetas.