El desembarco en España de esa gran multinacional de la venta ‘online’ que es Amazón suscita la misma inquietud que la visión de un elefante en una cacharrería. Algunos libreros y editores están con la mosca detrás de la oreja, a la espera de conocer la política de distribución del más gigantesco bazar de libros, películas y música que fundamenta precisamente en la distribución su política de expansión por el mundo.
Haciendo abstracción de las circunstancias estrictamente mercantiles o de la logística concreta del negocio, que me resultan tan desconocidos como los algoritmos de Google, no entiendo muy bien esta inquietud en un país como España, donde las ventas relacionadas con el hogar siempre han exigido el ‘factor humano’, por ejemplo, del jubilado que te llevaba los libros del Círculo de Lectores; la complicidad ‘presencial’, como se dice ahora, de las amigas reunidas para que Avon llamase a su puerta o de esos encuentros amistosos donde las amas de casa empezaron a conocer los envases Tupperware o el robot de cocina Thermomix (y conste que cito marcas concretas para ilustrar mejor el razonamiento, aunque les aseguro que no llevo comisión publicitaria…).
En realidad, a mí lo que me gustaría conocer, a raíz del desembarco de Amazon en España, es qué metáforas le hubieran sugerido a Jorge Luis Borges la expansión del megagigante americano, a él que era capaz de construir sobre la ficción de una biblioteca infinita, de un laberinto, de una lotería, de un juego de espejos o de un ‘aleph’ la cartografía minúscula de todo el universo.
¿Es que va a desaparecer de la noche a la mañana el placer de acudir a una librería (grande, chica o mediana) y entretener la vista y la atención ojeando libros, repasando títulos en los estantes o sencillamente charlando con el librero amigo acerca de la última novedad que ha recibido de ese autor que sabe que te gusta y cuyas obras aguardas como un festín? ¿Es que esa expedición a la librería-biblioteca, que debe satisfacer también nuestro instinto ancestral de cazadores, puede sustituirse por el simple navegar en la Red para hacer un encargo y aguardar a que el ‘secretario’ te lleve la pieza cobrada como si fueras un señorito cazador? ¿Es que puede sustituirse el chispazo de emoción que proporciona descubrir una novela apasionante tras un vistazo reposado y acaso hecho al azar?
En el capítulo XXIII de ‘El Príncipito’, de Antoine de Saint- Exupéry, el pequeño protagonista se encuentra con un vendedor de píldoras perfeccionadas que calman la sed. Quienes las toman, durante una semana no sienten más la necesidad de beber.
El pequeño príncipe le pregunta por qué vende ese producto. «Es una gran economía de tiempo», le responde el vendedor. «Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana».
Entonces el principito le pregunta:
–¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
–Se hace lo que se quiere…
–Yo -se dijo el principito- si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría lentamente hacia una fuente…»