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Cuántos prodigios

La fuerza de voluntad y el optimismo obran prodigios. Del mismo modo que el estado anímico suele ser determinante para la buena marcha de los negocios, la confianza en las propias fuerzas, la fe en un uno mismo, suele convertirse en el primer motor de las iniciativas de éxito. Si la moral no está alta, los resultados caerán. Eso lo saben muy bien, por ejemplo, en los grandes equipos de fútbol, donde el psicólogo se ha convertido en un profesional tan bien mirado como el preparador físico, el médico o incluso el entrenador. La efectividad de estos profesionales es alta, pero no infalible. De hecho, fue el ámbito futbolístico el que acuñó la frase «más moral que el Alcoyano», que resume a la perfección lo que entendemos por exceso de confianza.
Así que la fuerza de voluntad y el optimismo son tan necesarios para que el mundo avance como lo es la fuerza de la gravedad o la sucesión de las estaciones del año. Lo malo del optimismo es cuando se convierte en un valor que únicamente se reparte desde el poder o cuando los que se encargan de distribuirlo son percibidos como prestidigitadores poco hábiles a los que se les nota el truco.
¿Ha visto a algún responsable público que  sumido en la oposición cultive el optimismo? Y a la inversa. ¿Conoce a algún responsable político que una vez conquistado el poder, investido del aura del cargo, declare abiertamente que no hay luz al final del túnel, que el camino termina en un precipicio? Como esos sacramentos de la iglesia católica que imprimen carácter, hay procesos electorales o designaciones administrativas que también lo imprimen, de forma que el que se acostó pesimista si ganó las elecciones o le nombraron para un cargo amanecerá optimista, y a la inversa, al abocado al frío de la oposición se le evaporará el optimismo como por ensalmo y devendrá en pesimista conspicuo, resultado de una transformación, de una metamorfosis, digna de un prodigio.
Con todo, esos cambios me parecen comprensibles y hasta naturales en quienes sienten sobre sus espaldas el peso de las responsabilidades públicas, y no me refiero únicamente a los políticos. Lo que llevo mal son los cambios de carácter que afectan a esa patulea de moscardones revoloteando, –como moscas a la miel– alrededor del pastel del poder, sea este político, económico o social; esos habilidosos merodeadores de las altas esferas a los que el carácter no se lo cambia las urnas, sino la cartera. Esos que cambian los pitos por las palmas o a la inversa, el aplauso por los reproches. Esos que ayer no veían nada más que apocalipsis y hoy solo intuyen paraísos…
Sin embargo, a pesar de lo dúctil y maleable que pueden resultar la fuerza de voluntad y el optimismo, ambos son imprescindibles para la vida de todos, al margen de servidumbres o intereses creados. Decía Churchill que un optimista ve una oportunidad en cada calamidad mientras que un pesimista ve una calamidad en cada oportunidad. Por eso, aunque a veces haya optimistas que nos parezcan impostados, teatrales, conviene no dejar de batallar ni de sonreír. Incluso con la que está cayendo.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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